SOCIEDAD

¡Qué bien nos vendría un 25 de mayo de 1810!

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Esta va de historia. Hay tantas versiones dando vueltas que mejor será creer en la fuente más seria: la imaginación. Van datos posta. Lo cierto es que el 25 de mayo empezó el 31 de diciembre de 1809. Esa medianoche (bajo cuerda) algunos se atrevían a un brindis subversivo:“Que tengamos una Patria”. (Y si así fue, es porque la historia ya lo tenía en su guión) En el Fuerte, en cambio, desafinaban de bronca. Virrey, virreyna y breve corte de ibéricos adulones, atronaban dando palmas al grito de “Que muera el maldito gabacho” al cual lo remataban con un ululante "Napoleón" que del otro lado de la plaza se oía como un cañonazo lejano.

Arrimados a los balcones, intrigaban los hombres. Las damas, abanicándose, zurcían el cotilleo colonial. Aún mínima, la civilización de 50 mil almas producía buena tela de chismes para cortar y repartir. No era un sarao cómodo. Con el escaso aire acondicionado que podía darles un río inmóvil, todos/todas sudaban como en sauna. La última comodidad veraniega eran unas palmas filipinas que se abricerraban al igual que una cola de pavo real. Nada había allí que pudiese contra la pringosa humedad de la más irritante ciudad del Imperio. Tan dispar que los obligaba a vivir a contramano de gustos y costumbres. Jamones, garrapiñadas y turrones genuinos solo eran recuerdo. Debían contentarse con dulces criollos y una sidra ácida que en Asturias se echaría a los marranos. Nada se sabía de dos goletas que debieron arribar para Navidad con el cargamento que tanto extrañaban. Había que consolarse.

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Una forma de hacerlo era gritar contra Napoleón. Ya no resultaba grato ser español en Buenos Aires. Sí, en cambio, ser inglés. Pese al poco tiempo transcurrido desde las Invasiones, oficiales y soldados se habían adaptado entusiastas a costumbres, alimentos y originarios. Sobre todo a porteñas atraídas por rubios de ojos azules y más atrevidos que los varones del lugar. (Salvo uno, Monteagudo, que solía reventar nardos con sus dedos durante la misa, perfume que provocado por él exitaba tanto a damas y damitas que elegían compartir la misma hora para pecar y rezar en igual acto en La Merced) Esto es sic.

Pero la imaginación también tiene sus sics. Volvamos al Fuerte. Los invitados de Cisneros siguen cariacontecidos. Desde hace un tiempo no hay día sin que alguna noticia oscura no les resquebraje la seguridad. Usando de tapadera la isla de Martín García asoma, se esconde y ronda una flotilla inglesa. Correveidiles aseguran que en cuevas de la ciudad se escuchan fogosos adjetivos y sustantivos que se las traen. Algo se está amasando bajo sus pies. 1809 no ha sido tranquilo. Cada día un rumor. Desde el Fuerte la noche es una lámina que la luz lunar parte en dos: cielo y río. Hacia el sur, en dirección a la Ensenada (único sitio apto para el anclaje de naves mayores que llegan de Europa, titila la señal de lo que parece un faro. Pero no los había aún. De pronto, en simultáneo con ese mágico, supuesto haz de luz del faro, en lo que va de un segundo al último, 1809 se convirte en pasado y el futuro, en 1810. Un presente que había que empezar a parir mismito ya. Igual, pero igual, que en este todavía nonato 2010.

(*) Especial para Perfil.com