Cada tanto, como quien lleva un niño a su vacuna, acompaño al corazón a que pase por la aduana de la ciencia. Ni bien llegar lo desenvuelvo y, en pocos minutos, somos dos: en la camilla yo, civilizado y quieto. Y el corazón, haciendo el gasto, dando sus "do" de pecho, viendo si pasa examen de conductor. Siempre por una razón diferente y una inquietud latente. Todo a cuento de que hace unos años un infarto se propasó con él y conmigo, dejándonos herido del ala, levemente, a mí, y sacudido en el miocardio, a él. O sea, en la puntita sur del cuore. En su "Tierra del Fuego", digamos. Es por esta elegante invalidez que me prohíben llorar en el cine (pues vasoconstriñe) y me recetan (o me insisten, según) hacer el amor (pues vasodilata). Mi periódica peregrinación es como ir a rendirle cuentas al destino. Y es él, mi temerario corazón, quien da la cara. Y cómo.
A más edad más veces debemos peregrinar ambos y probar como atletas que rendimos lo mínimo como para seguir compitiendo. El ritual es severo y preciso. Olímpico su esfuerzo. Debe dar muestra clara de que todavía sigue siendo un corazón portentoso. Si lo consigue (venciendo al eco, al doppler, al electro, y sobre todo, en su carrera de fondo, a la exigente ergometría) viene de nuevo a mí, nos ponemos de pie y, otra vez juntos, continuamos la fiesta de la vida y la persecución de los sueños faltantes.
Esto es lo que el corazón hace por mí. ¿Yo por él? No ahumarlo, no engrasarlo, no tensarlo. Aunque me achacan fallas claras. Que no lo saco a caminar lo suficiente. Que lleva vida de monje de clausura. Que lo tengo muchas horas leyendo lo que escribo mientras lo escribo. Que debo airearlo más... Así de tajante es el cardiólogo (médico mío y abogado suyo). No discutimos, claro. Apenas si insinuamos algunos suaves argumentos. Que la baja edad media urbana, tal como está, no nos motiva. Que es una pena que leer y escribir no sean actos deportivos.
Pero no hay modo de hacer que me comprenda. Deberé darle a la cinta de ir a ninguna parte hasta cansarme. O pedalear delante de una infinita pared blanca. O zambullirme en la "salsa" bullanguera. En tres palabras: agitar el esqueleto. En dos: ser otro. Cuando argumento que mis vértebras son de doler y me impiden correr ponen cara de "así es la vida". Tampoco les importa mucho que les recuerde lo de Maiacovsky ("Conmigo se ha vuelto loca la anatomía: soy todo corazón") o lo de Miguel Hernandez ("Tu corazón, ya terciopelo ajado") o el "eglógico y sencillo" como nuestro Nalé Roxlo calificó al suyo. No les importa. (O hacen que no les importa, quizás).
No soy necio y habré de seguir sus instrucciones. Pero es que cuesta cerrar el pico y aceptar que privilegien al músculo de modo tan absoluto y ninguneen y hasta se mofen de tan fascinante símbolo como él es. Ninguno de mis argumentos los conmueve. Intentan barrerlos con frase que suena a decreto: "El organismo no se fabricó para leer o escribir".
Pero bien, dejo atrás el diferendo. ¡Albricias! Felicito a mi corazón por la prueba rendida. Estoy orgulloso de su performance. En el doppler su sonido y fluidez me sonaron los de las Cataratas de Iguazú. En el electro, su línea armónica me recordó la grafía musical del concierto para violín de Bruch: un andante. Y en la ergometría... Bueno, aquí ambos fuimos víctimas de lo que parecía broma y resultó cierto. Un médico de club nos exigía a mi corazón y a mí cumplir con la prueba ergométrica habitual. A la empleada no le valió siquiera le fuese mostrado el bastón de prueba. ¿Cómo exigirnos correr por la cinta si la columna obliga al paso a paso? Hubo un acto de protesta y ambos resistimos con apoyo del bastón.
Y vencimos. O mejor, venció el menos común de los sentidos: el singular. Se resolvió cumplir con un ecostress (que es lo mismo, pero sin riesgo y no "a lo bestia", como pretendía "la orden de arriba"). Y aquí, otra vez, como lo hace desde que nació conmigo, mi cuore se comportó como un as. Firme y "de buen corazón". Como es de suponer, el resto de mi anatomía, más que agradecida. Y yo, ni hablemos.
(*) Especial para Perfil.com