Blanquita y Roberto son dos apasionados por el tango. Ella tiene 93 y él cumple 98 en septiembre. Integran el grupo de 1.800 personas mayores de 80 años en el país, que en su 85% son autodependendientes. Se conocen, pero no bailan juntos. Ambos, en sus milongas, son primeras figuras que llenan el escenario aun cuando todavía no aparecen en escena. Para los demás bailarines, simbolizan la promesa de la pasión por siempre.
Ella. No hay noche que no asombre cuando sale a la pista. Sus tacos altísimos dibujan un poco al aire y un poco al piso, menos brilloso que su vestido. Desde los 15 años que baila. Blanca Biscochea llega desde el barrio de San Telmo a la milonga tres veces por semana. Generalmente a la misma, en la avenida San Juan, y baila con su compañero, “el Puchu”.
Su mesa es el paso obligado de todos los que llegan. Algunas personas la conocen, otras la quieren conocer. “Yo soy una agradecida a la vida, y el tango es mi vida”, dice. Nació en Henderson, provincia de Buenos Aires, quedó huerfana de madre a los 13 años, y su padre los crió. De todos los hermanos, ella es la única que aprendió a bailar como él. Conoció a su marido bailando, tenía 27. Cuando él murió, se quedó quieta por dos años. Hasta que un día volvió. “¿Vos sos Blanquita?”, le preguntan. La abrazan, le piden fotos, la celebran. Afuera llueve torrencialmente, adentro suena la orquesta de Darienzo. “Si un pensamiento feo o triste me quiere venir, pienso qué me voy a poner a la noche y ahí se me pasa”, dice.
Enemigo del rock. Para Roberto Segarra, la llegada del rock cambió el ambiente de la milonga, y cuando dice esto se pone serio. Se acomoda la bufanda a cuadros y reflexiona un poco antes de explicar el concepto. El es de Almagro, y maneja veinte cuadras hasta la milonga de la calle Manuel A. Rodríguez cuatro veces por semana. Baila desde los 17 años, y en septiembre cumple 98. “Para ser un buen bailarín de tango, primero y ante todo tiene que ser hombre, mandar y bailar en un metro cuadrado, como se hacía antes. Ahora se baila otra clase de tango, las mujeres levantan las piernas y hacen cosas que los hombres no pueden marcar”. “El tango es para bailar en grupo, las exhibiciones son solo para los dos que las ensayaron. Mi tango lo bailo con cualquier mujer de la milonga que me acepte”, aclara. “Hay mucho rockero bailando tango. Yo tengo ochenta años de pista”, dice, y sonríe con los ojos.
Bienestar. Para Graciela Mercatante, instructora de tangoterapia, el baile tiene la capacidad de generar bienestar en las personas, tanto a nivel físico como psíquico. “Pero el tango tiene particularidades que lo hacen especial, y la más significativa es el abrazo. Abrazar y ser abrazado favorece distintas funciones a nivel fisiológico y cerebral, por lo que podemos decir que bailar tango es terapéutico en sí mismo”, dice la experta.
Además, agrega, “si le sumamos que es un baile de improvisación, de compromiso corporal, de profunda intimidad y comunicación –todo lo cual permite la libre expresión de sentimientos y emociones–, en el que tenemos que ‘ser’ con el otro, se convierte en una vía para el trabajo terapéutico de autoconocimiento, en relaciones vinculares, en el esclarecimiento de temas o resolución de conflictos, así como en la optimización de la comunicación”.