El mundo de los aviones es un misterio para la mayoría de los mortales, una incertidumbre que sólo se logra descifrar en películas, libros u obras de teatro. Fuerza Aérea S.A., el film de Enrique Piñeyro, provocó asombro y estupor en los miles de espectadores que lo vieron. Capricho del calendario, el prolífico Fernando Peña estrenó Gracias por volar conmigo, una comedia que resume sus catorce años como azafato. “Todo el mundo se equivoca porque dice comisario de a bordo y eso es tripulante, asistente de vuelo; yo fui azafato”, aclara el actor con su inseparable perra Bono sentada en su regazo, una especie de Jazmín palermitano pero en reversa: Bono es nena con nombre de nene.
Peña vio el documental y, otro capricho horario, al día siguiente se subió a un avión para viajar a Bariloche. Si bien la película no le contó nada nuevo, resucitó en él temores y fobias nunca exorcizadas, recuerdos nefastos de sus años de uniforme.
—Después de 14 años me quedó el miedo. Pánico, porque no es miedo, es pánico. Tiemblo, estoy esperando todo el tiempo que se caiga.
—¿Tanto?
—Sí, tengo que subir borracho o con gente. ¿Sabés qué pasa? En el aire tuve muchas emergencias, muchas turbulencias, conozco mucho el medio.
Turbulencia. Según el actor, la fascinación por el mundo de los aviones radica en que en algún momento de la vida todos quisieron ser pilotos o azafatas. “Hay muchos ribetes que interesan –analiza–. Aparte, la gente no tiene ni idea, tiene fantasías. Y ahí se mezcla todo: el sexo, la droga, las joyas, los hoteles, el uniforme, el peinado, el glamour”.
—Convengamos que dan una imagen muy...
—Es glamoroso (interrumpe). Es una raza muy particular, gente con gran egocentrismo, mucha vanidad. Pensá que es un desfile, estás todo el día desfilando en ese pasillo.
Pero más allá de la aparente frivolidad que menciona, se esconde un estrés galopante y algunos trastornos que resultan increíbles para alguien que no haya pasado casi la mitad de su vida a bordo de un avión.
—¿Te pasó de entrar en pánico en vuelo?
—Mil veces. Empecé a los ocho años de vuelo. Los últimos cinco los viví pésimo: no podía volar si no estaba mamado. Estuve muy, muy mal. Es como un síndrome de terror, y hay muchos que sufren de eso: pánico a la turbulencia, al despegue, pánico al olor del avión, al uniforme.
Y como un dejá vu, revive en su mente ese viaje a Lima con tormenta, cuando el piloto quería descender y no le contestaban desde la torre de control. ¿La solución? Arriesgada y temeraria: bajó a ciegas, rogando que no hubiera otro avión en el camino. “Eso era menos peligroso que meterse en la tormenta, porque de ahí sí que no salíamos.”
La peli. Esa noche que fue al cine y vio el documental no descubrió nada que no supiera. Desperfectos, desinteligencias, desinterés y muchas palabras comenzadas con el prefijo negativo “des” y connotaciones sombrías. Acentúa la diferencia entre viajar y volar, matiz no menor para el ex gremio de Peña. “Nosotros no viajamos, volamos, que es distinto. Yo vuelo, viajar lo hago en pasajero”, dice. Acaricia a Bono, bebe sorbos de su trago color rojo y se entretiene con otros perros tan lookeados como el suyo.
—¿Qué te pareció la película?
—Me encantó. Es cruel. Es realista, un documental muy bien hecho, que además es muy divertido. Da vergüenza y pánico, pero es lo que pasa en la aviación.
—¿Ya lo sabías?
—Sí, porque estaba mucho en la cabina, hablaba con los pilotos y es normal. Así funciona todo: la Aduana, la torre, todo a lo argentino. Lo atamo’ con alambre, y era hora de que se ventilara tanta mierda.