Hace más de medio siglo que la demanda por educación en todos sus niveles crece masivamente en el mundo, y la Argentina no fue ajena a esta tendencia. La experiencia internacional nos muestra que han sido diversas las respuestas de los Estados frente a estos procesos de masificación de la educación. Como sabemos, en la Argentina la política educativa ha dado cuenta de un aumento progresivo de la inversión pública, que se destinó principalmente a ampliar la cobertura total del sistema en términos de oferta y recientemente a mejorar las tasas de egreso de los niveles medio y superior.
Nos interesa aquí preguntarnos sobre la eficiencia de esa inversión pública en el nivel universitario, que fue el que registró mayor transferencia de recursos y apoyo financiero durante la última década. Un estudio reciente de Ana María García de Fanelli muestra que no hay evidencia de mejoras significativas en los indicadores de desempeño y graduación de los estudiantes. Es preocupante: de cada cien inscriptos en las universidades nacionales egresa un promedio de 22 estudiantes, mientras que en las privadas egresan 47. Un dato alarmante dada la inversión que se realiza. Lo importante es identificar por qué, pese a los esfuerzos financieros estatales, persisten múltiples determinantes que obstaculizan la graduación universitaria.
Obstáculos. Observamos al menos tres dificultades serias en el sistema universitario para avanzar en una verdadera inclusión y equidad educativa a nivel federal. Estas dificultades han sido escasamente problematizadas en el debate público y político.
La primera es la expansión desigual del sistema universitario, que concentra instituciones en las regiones con mayor nivel de urbanización y relega a zonas rurales de menor densidad poblacional pero con potencial productivo para el desarrollo de capacidades y competencias a nivel territorial. Esto es lo que ocurre en el interior de la provincia de Buenos Aires, donde la presencia universitaria es pobre y distante.
Una segunda dificultad es que la calidad de la oferta educativa es diferencial: el acceso libre facilita la igualdad de oportunidades educativas pero no la sustancia. En la última década se renovó el interés por estudiar los factores que inciden sobre el abandono, la graduación y el rendimiento de los estudiantes. En forma paralela, las universidades se han sumado a una espiral ascendente de creación de carreras cortas, como tecnicaturas y otras de pregrado (algo similar acontece en el posgrado con la proliferación de especializaciones), utilizando este tipo de estrategias para aumentar la matrícula universitaria y facilitar el egreso. Pero en escasas ocasiones se implementan con criterio pedagógico, y se transforman en un “como si”.
Al respecto, hemos escuchado recientemente a algunas autoridades públicas decir que nuestro sistema es uno de los más igualitarios de América Latina. Debemos recordar que el acceso libre a la universidad no es equivalente a igualdad de oportunidades: las políticas de inclusión dan fruto cuando contemplan las desiguales condiciones de ingreso de los alumnos, que operan como condicionantes sociales del contexto (el capital sociocultural, la capacidad de construir discursos mediante el uso del lenguaje, la comprensión lectora, la formación matemática, las condiciones laborales, los recursos económicos, etc.).
Para abonar resultados favorables, las universidades deben identificar y trabajar decididamente sobre estas desigualdades iniciales. Generar mayor inclusión no es, como se escucha decir, “que estén adentro y después vemos”. Eso sólo confronta al alumno con su débil desarrollo personal y, en ocasiones, produce frustraciones que se cristalizan en el abandono. No es responsable afirmar que la mayor inversión y el acceso irrestricto han promovido per se mayor equidad y calidad educativa.
Por último, en tercer lugar, preocupa la acción adaptativa de las universidades que –frente a estas dinámicas sociales– han mostrado aisladas respuestas. ¿Cuál es el papel crítico social que juegan los intelectuales que en ellas trabajan? En una oportunidad, Roberto Gargarella frente a la subordinación de algunos intelectuales al poder político y el papel de las universidades, expresó: “Se convierten en reproductoras de lo que existe”. Es decir, claudican en la articulación de su voz pública autónoma.
El carácter endogámico de las universidades es un problema que persiste en el sistema. Desde este punto de vista, la universidad es tributaria de fuertes restricciones para repensar su identidad y sus prácticas político-organizacionales. Las universidades precisan repensar sus estrategias de colaboración interuniversitaria y generar sinergias que contribuyan a dinamizar la articulación entre instituciones del nivel superior y actores de los niveles medio y superior.
Critica intelectual. Sin desconocer el avance de algunas iniciativas organizacionales novedosas para abordar problemas complejos con un sentido territorial, hoy las universidades se encuentran frente al enorme desafío de propiciar –traccionar– la articulación de políticas de Estado que permitan sostener los esfuerzos invertidos y actuar además como agentes de cambio, ofreciendo respuestas integrales a los desafíos de su tiempo histórico.
Es para ello, justamente, que ha peleado y ganado su autonomía en la histórica reforma del año 1918. La función social de la universidad obliga a sus intelectuales a estar involucrados con las necesidades, las urgencias y los problemas del entorno ofreciendo vínculos de entendimiento entre quienes gobiernan y aquellos que demandan soluciones a los problemas concretos, como la calidad educativa.
Que estén alineadas –o en armonía– con la política oficial no implica, en absoluto, abandonar su capacidad de preguntarse, debatir e intervenir sobre el curso de las políticas y los problemas sociales. Eso sería claudicar en su función crítica intelectual, tan cara a la tradición argentina, tan necesaria en estos tiempos.
*Pedagoga y doctora en Educación. / **Politóloga y doctora en Educación. / ***Filósofo y doctor en Ciencias Sociales.