En el campo de la educación, la llamada “gratuidad” ha sido siempre en la mayoría de los países una responsabilidad asumida por el Estado, fundamentalmente cuando se trataba de proveer el servicio educativo de los niveles obligatorios, que como es sabido, con el tiempo se fueron extendiendo. Para la educación de nivel superior, en cambio, que todavía no tiene esa connotación, la situación es distinta, ya que mientras en algunos países, como los Estados Unidos, siempre se aceptó que en el financiamiento de las universidades participaran los estudiantes y sus familias, además de otros actores, en los países europeos, sobre todo los de Europa occidental, es el Estado el que tradicionalmente ha asumido esa responsabilidad, que tendió a generalizarse en épocas del llamado Estado de Bienestar. La mayoría de los países latinoamericanos, que inicialmente recibieron la influencia europea, también adoptaron esa modalidad de sostenimiento de las universidades públicas.
El sistema de gratuidad es indispensable para garantizar el cumplimiento de la obligatoriedad escolar en condiciones de equidad, pero en países con fuertes desigualdades es más discutible que sea igualmente equitativo en la educación superior, donde la participación de los estudiantes provenientes de los estratos de menores ingresos es por lo general baja o muy baja, y donde los beneficios de la educación son por lo tanto aprovechados mayoritariamente por los sectores más acomodados de la sociedad, que aparecen como los verdaderos beneficiarios. Sin embargo, asociado a un sistema de acceso a la universidad sin restricción alguna, durante mucho tiempo se lo ha considerado, y muchos lo consideran aún hoy, como una fórmula eficaz para garantizar el proceso de democratización de la educación superior.
Desde el punto de vista de su sostenimiento, la gratuidad de la educación superior fue una buena solución mientras se dieron dos condiciones: por una parte, una situación económica que la posibilitaba, a veces, porque había un erario público robusto que proveía los recursos necesarios para sostenerla, y a veces, cuando esos recursos flaqueaban, porque se echaba mano de políticas de gasto público laxas sin mayor conciencia de la importancia del equilibrio fiscal; y por otra parte, segunda condición para que la gratuidad pudiera sostenerse sin mayores problemas, una población universitaria acotada en cantidad y sin tasas de crecimiento que amenazaran alterar sustancialmente el tamaño del sistema.
Cuando esas dos condiciones empezaron a cambiar, entre nosotros a partir de mediados del siglo pasado, las bases de la gratuidad para ese nivel de la enseñanza empezaron de hecho a complicarse, aunque nunca los gobiernos lo plantearan explícitamente, conscientes de la resistencia y presiones políticas de los sectores sociales interesados.
Y ello no solamente por estas latitudes. En todo el mundo la gratuidad fue sufriendo restricciones variadas a medida que la masificación de la educación superior fue avanzando y los recursos fueron haciéndose cada vez más escasos para atender el peso de sostenerla, por otra parte también creciente cuando se tiene a la vista la evolución de los costos unitarios.
Razones de un dilema cruel. En diversos estudios y trabajos, respetables economistas de la educación y especialistas en educación superior han explicado la naturaleza y características de lo que consideran el dilema central del financiamiento de la educación superior de nuestro tiempo (entre muchos otros: Johnstone, 2014; Hauptman, 2012; Sanyal & Johnstone, 2011; Altbach, Reisberg & Rumbley, 2009 GUNI, 2006). En particular D.B. Johnstone, un hombre con una visión suficientemente amplia e informada sobre el tema, viene planteando desde hace tiempo que en la base de ese dilema lo que se observa son algunas tendencias pesadas que no cambiarán de un año para otro, y que por el contrario tenderán a consolidarse. Está, en primer lugar, la creciente demanda por educación superior que en mayor o menor medida se observa en casi todas las sociedades y que ejerce una enorme presión sobre quienes deben tomar decisiones de asignación de recursos presupuestarios tanto a nivel del sistema como de las instituciones. En algunas sociedades, no en Argentina, con pirámides demográficas de base amplia, esta creciente demanda proviene del empuje de las nuevas generaciones por ingresar al nivel superior de formación. Pero proviene igualmente, y esto se observa de modo más generalizado en todas partes, también entre nosotros, de los requerimientos de formación de recursos humanos calificados por parte de sociedades cada vez más complejas y tecnificadas, aun cuando se sabe que ello a veces lleva a situaciones de sobreeducación en relación a las demandas reales del mercado de trabajo. Y deriva también, como es el caso del factor que gradualmente incidirá de modo predominante entre nosotros, de políticas que directa o indirectamente apuntan a facilitar la inclusión de jóvenes provenientes de sectores vulnerables mediante la extensión de la obligatoriedad del nivel medio de enseñanza, que pronto impactan en el nivel que le sigue. En suma, la masificación y ahora cada vez más la tendencia a la universalización de la educación superior, tal como la caracterizara hace tiempo M. Trow (1974), plantea a futuro un escenario ciertamente complicado.
Una segunda tendencia que viene a complicar aún más el financiamiento, y por lo tanto las posibilidades de sostener políticas de gratuidad en la universidad, como ha sido lo usual en numerosos países, es el incremento de los costos unitarios, que también se observa en todas partes. En ello intervienen varios factores: (a) la tasa de incremento salarial de un sector claramente mano de obra intensivo como el de la educación de ese nivel, (b) los costos de tecnologías cada vez más sofisticadas, que se deben afrontar para enriquecer los procesos de enseñanza y aprendizaje y para gestionar mejor las instituciones, pero que difícilmente pueden sustituir a los profesores y al personal de conducción de las instituciones, y también (c) los costos que derivan de los procesos de actualización y cambio de los planes de estudio, en algunas áreas disciplinarias cada vez más frecuentes debido a las innovaciones científicas y tecnológicas que están en su base.
Sumados, los efectos de las tendencias anotadas hasta aquí no hacen sino confirmar un desafío anunciado y previsible, como es la necesidad de contar con mayores recursos para atender esos costos crecientes, manteniendo y hasta donde sea posible mejorando el financiamiento de las universidades.
Alternativas
El diagnóstico, así planteado, no es para nada alentador, por lo cual los distintos países han debido encontrar formas. Las alternativas que se enumeran a continuación no son tampoco alentadoras. Los países han trabajado sobre:
(a) El arancelamiento (que se impone cuando no existe o se lo incrementa cuando ya está), sea para todos los estudiantes o solo para algunos (estudiantes que se demoran en su carrera más allá de una determinada cantidad de años, mientras la modalidad general sigue siendo la gratuidad;
(b) La reducción de recursos por estudiante.
(c) La privatización, en algunos casos, como en Brasil, generando facilidades impositivas y relajando los mecanismos regulatorios, entre ellos los sistemas de evaluación de la calidad, o bien admitiendo que los alumnos de universidades privadas sean también elegibles para programas de ayuda económica a los estudiantes.
Todas estas alternativas dan por supuesto que la prioridad que se asigna a la inversión en educación superior es un dato inamovible, que no se puede tocar ni cambiar.
*Autor del artículo La gratuidad y el ingreso irrestricto en la construcción de un sistema universitario inclusivo y de mayor calidad del libro La Agenda Universitaria IV, viejos y nuevos desafíos en la educación superior argentina, compilado y editado por Carlos Marquis. UP.