Doctora y magíster en Sociología por la Escuela de Altos Estudios de París, licenciada en Sociología por la Universidad de Buenos Aires (UBA) e investigadora del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conicet) en el Instituto de Altos Estudios Sociales (Idaes) de la Universidad Nacional de San Martín (Unsam), donde también dirige la Maestría en Sociología Económica, Mariana Heredia se especializa en desigualdades sociales, sociología de las elites e infraestructura del capital en Argentina y esta semana participó de la Agenda Académica de Perfil Educación. “Surgieron estos análisis comandados por Thomas Piketty y una fundación internacional llamada Oxfam, que empezaron a subrayar el enriquecimiento de una minoría de superricos. Esas primeras iniciativas tuvieron la virtud de restituir esa mirada relacional y de sensibilizar a un público informado sobre la concentración de ciertas ventajas en una minoría. Pero, en cierta medida, en el mundo, y particularmente en la Argentina, la discusión se estancó y hay una obsesión por trazar la línea que separa a los superricos del resto”, sostuvo
Docente de Análisis de la Sociedad Argentina en la Universidad de Buenos Aires (UBA), de Estructura y Desigualdad Social en Unsam y de Análisis de la Estructura Social en la Universidad de San Andrés (Udesa), Heredia es autora de una gran producción académica, entre los que se destacan libros como ¿El 99% contra el 1%? Por qué la obsesión por los ricos no sirve para combatir la desigualdad; Globalización y clases altas en el auge del vino argentino; Cuando los economistas alcanzaron el poder (o cómo se construyó la confianza de los expertos); y papers como Las clases altas y la experiencia del mercado; La reproducción fallida de las elites y De oligarquías y hombres de paja. “¿Cuál es la diferencia entre el 1% de Argentina y el 1% de Estados Unidos? Que el 1% de Estados Unidos es más numeroso, por ser una sociedad más poblada, pero es también mucho, muchísimo, más rico. Y, en general, está formalizado, porque en los Estados Unidos es glorificante y es una fuente de reconocimiento tener éxito económico, mientras que en la Argentina son menos, son menos ricos y tratan de eludir todo lo posible la visibilidad pública. Una de las cosas que a mí más me llamaban la atención en las entrevistas que hacía es que parecía que nadie es rico y nadie es clase alta en la Argentina, aún cuando todo el escenario en el que yo tenía esos encuentros desmentía esa afirmación”, agregó.
—En ¿El 99% contra el 1%? Por qué la obsesión por los ricos no sirve para combatir la desigualdad usted pone en cuestión “la obsesión por los ricos”, que “puede aparecer en clave de fascinación o de repudio y permite activar sensibilidades pero no sirve para entender las causas profundas de la desigualdad”. La hipótesis del libro se basa en una pregunta, que aquí se retoma para iniciar esta entrevista: ¿Cuánto ilumina y cuánto confunde esta definición aritmética de la desigualdad?
—Lo primero que hay que decir es que la atención por el 1%, la atención por los ricos, vino a restituir una mirada más relacional sobre la sociedad. Desde la década del setenta se observa en Occidente el incremento de los hogares pobres o con privaciones y, en parte para asistir al Estado en la toma de decisiones, las ciencias sociales y la atención pública se concentraron en los más pobres o los empobrecidos. Mucho más tarde, surgieron estos análisis comandados por Thomas Pikkety y una fundación internacional llamada Oxfam, que empezaron a subrayar el enriquecimiento de una minoría de superricos. Esas primeras iniciativas tuvieron la virtud de restituir esa mirada relacional y de sensibilizar a un público informado sobre la concentración de ciertas ventajas en una minoría. Pero, en cierta medida, en el mundo, y particularmente en la Argentina, la discusión se estancó y hay una obsesión por trazar la línea que separa a los superricos del resto. De hecho, se popularizó esta idea de que está el 99% contra esa minoría de superricos y, por ejemplo, hoy en Estados Unidos se hacen cálculos más precisos para intentar ubicar la principal acumulación de riqueza en el 0,1% o el 0,01%. Hay una obsesión matemática que no se correspondió con un esfuerzo de entender quiénes son los más ricos, cómo acumularon esa riqueza, dónde residen, de qué forma se puede evitar que se sigan acumulando recursos de esa manera. Por un lado, hay algo de esa obsesión matemática que está vacía de ideas, y por el otro lado, los superricos se volvieron como un artefacto que uno podría importar a cualquier parte, como si sirviera de la misma manera para categorizarlos en Senegal, en Bolivia o en los Estados Unidos. Pareciera que en todos lados hay un 1% y que si uno hace tributar a ese 1% en cada una de esas unidades nacionales va a lograr revertir la desigualdad y la pobreza. Y, en realidad, cuando uno mira más atentamente se da cuenta que esos análisis estaban hecho, sobre todo, para Estados Unidos y para Europa, donde efectivamente después de la posguerra, caracterizada por mayor desigualdad, se dispara la desigualdad con las reformas de mercado de los años setenta. El enriquecimiento de esos superricos, en general, propietarios de empresas tecnológicas o que hicieron grandes innovaciones, se correspondió, en esos países, con el empobrecimiento de grandes mayorías. Pero eso es algo que no se observa en otras partes del mundo. Por ejemplo, en Asia, donde hay cada vez más millonarios pero también hay cada vez más gente que está saliendo de la pobreza. O, incluso, en América Latina, donde a comienzos del siglo XXI se dio la acumulación de grandes fortunas, pero a la vez se redujeron ciertas desigualdades que no habían empezado en la década de los setenta, sino que eran de larga data. La Argentina, en ese contexto internacional plantea además una particularidad, y es que mientras en Estados Unidos hubo ganadores ricos y perdedores pobres, en Asia hubo ganadores ricos y ganadores pobres, en la Argentina hubo perdedores ricos y perdedores pobres. Eso demuestra la dificultad que tiene nuestro país de sostener un crecimiento de mediano plazo, que sin duda afectó de manera dramática a los hogares más carenciados, y es ahí donde hay que atender con más urgencia, pero apenas permitió el enriquecimiento de algunos. Cuando uno lo mira en términos agregados, todos los argentinos perdieron porque hay menos para repartir.
—En ese libro usted también demuestra que los ricos de hoy poco tienen que ver con las familias tradicionales, la oligarquía o la burguesía nacional. ¿Cuáles son las diferencias que es posible remarcar entre la burguesía de antaño y la actual burguesía argentina?
—Una de las obsesiones a la hora de estudiar la riqueza es pensar en la reproducción social, esta idea de que siempre ganan los mismos. La Argentina es y ha sido bastante singular porque es una sociedad porosa. Para bien, porque tiene universidades públicas, porque tuvo gente ambiciosa, que en determinados momentos pudo tener grandes progresos. Y, para mal, porque es una sociedad inestable política y económicamente que hizo que algunos lograran progresar en detrimento de los demás. Hay algo de esa reproducción ineluctable que uno podría ver en las sociedades medievales o las sociedades de castas o, en menor medida, en las sociedades europeas, que no se observa tan claramente en la Argentina. A su vez, a lo largo del tiempo, se sucedieron distintas categorías para observar, dentro del mundo de los más ricos: cuáles eran aquellos actores que lograban imprimirle una coloratura a su tiempo, sacar las mayores ventajas de aquello que estaba ocurriendo en el momento que les tocaba vivir. A fines del siglo XIX y principios del siglo XX, los padres fundadores del Estado nacional o lo que después se conoció más peyorativamente como la oligarquía, fueron un conjunto de familias que lograron insertar al país en el mercado internacional como productor de materias primas, que fundaron clubes selectos, que imitaban los modales de las aristocracias europeas y que empiezan a decaer a partir de la década de los diez y los treinta. Va a surgir de ahí esa categoría que generó muchas ilusiones, que es esta categoría que está en la pregunta, la idea de una burguesía nacional. Esta idea de que iban a haber muchos criollos o inmigrantes recientes, en su mayoría italianos, que a través de la industria y las actividades de las ciudades iban a prosperar y generar puestos de trabajo complejizando la estructura productiva, permitiendo que esas grandes naciones del sur de América Latina lograran tomar el desarrollo o la modernidad por asalto. Y, en cierta medida, fue el caso en la Argentina. Porque si bien fue un país muy inestable, durante la década de los cincuenta o sesenta, Argentina complejizó los bienes que producía, logró tener una gran cantidad de trabajadores en las ciudades que fueron empleados en relación de dependencia, con jubilaciones y acceso a instituciones de bienestar. Y esa burguesía logró afirmarse mientras se afirmaba el país. Pero pensar que sigue existiendo una burguesía nacional con la misma potencia tras las reformas de mercado es problemático. Porque si bien siguen existiendo grandes grupos económicos, hombres de negocio o familias que pueden haber desarrollado su actividad en el sector industrial o de servicios, en general, todos ellos tendieron a diversificarse: comprar campos, fundar bancos, incluso, a desarrollar actividades en otros países para contrarrestar la inestabilidad del país. Pero ya no contratan necesariamente mucha mano de obra, no es esa su fuente de riqueza principal. No es la contratación de grandes plantillas de trabajadores la principal fuente de riqueza del país. Lo es, desde siempre la explotación de la naturaleza, pero es también hoy de posiciones de mercado privilegiadas que son protegidas por los Estados nacionales y ni siquiera funcionan de manera distinta ante las crisis que las empresas multinacionales: en la Argentina y en los Estados nacionales de la región a esa burguesía que se creó en los cincuenta y sesenta les costó mucho disciplinarla y garantizar que traccionaran con su éxito al resto de la sociedad. El capital hoy tiene una fluidez y una rapidez en la búsqueda de ganancias que hace que esa idea de burgués nacional resulte muy anacrónica.
—En ¿El 99% contra el 1%? usted también señala que las reformas de los noventa achicaron los márgenes del Estado como gran integrador social de Argentina y mercantilizaron bienes que eran públicos, como la salud, la educación y la seguridad abriendo los márgenes de la desigualdad social. Sin embargo, es interesante advertir que la famosa frase del 99% contra el 1% se patentó en las protestas que hicieron foco en Wall Street en los primeros años del siglo XXI, a pesar de que en Estados Unidos el rol del Estado siempre había sido menor en relación a la presencia que tuvo en Argentina. A partir de su experiencia en este campo: ¿cuáles son las similitudes y diferencias que presenta este 1% de Argentina con el 1% de Estados Unidos?
—Parte de la intención del libro es actualizar de qué hablamos cuando hablamos de desigualdad y de clases altas, y por qué el neoliberalismo trastocó en Occidente, y en Argentina en particular, las formas de integración social. Y ahí yo diría que hay algunas cosas que son semejantes, no sé si tanto con Estados Unidos, porque como bien se formula en la pregunta, allí el Estado siempre tuvo una posición más reducida, pero sí con algunos países europeos. Si uno piensa en el capital, a partir de la década de los setenta, lo que ocurre es la integración comercial y financiera de los mercados y esta posibilidad de quienes detentan ciertos volúmenes de liquidez de hacer negocios en todas partes. Entonces, ya el Estado no controla como en los cincuenta y los sesenta la economía nacional porque está totalmente perforada por estas posibilidades de fuga o de negocios que se emancipan de las sociedades nacionales. La segunda reforma neoliberal que tuvo un impacto muy fuerte sobre la vida de la gente es el carácter subsidiario del Estado, es decir, el retiro del Estado como garante de la provisión de bienes públicos de calidad. La idea de que el que puede pagar que pague, que pague colegios para sus hijos, que pague prepaga, que pague seguridad, que pague servicios básicos que el Estado no logra extender hacia los conurbanos, genera una gran diferenciación entre los argentinos y una diferenciación que reposa sobre todo en su poder adquisitivo. Y la tercera cuestión, que es fundamental y está poco desarrollada en el debate público, es la descentralización de las potestades estatales a los gobiernos subnacionales. Hoy la Presidencia tiene mucho menos capacidad para incidir sobre la vida de los argentinos de lo que tenía en la época de Perón. Esto se evidenció de manera dramática en los últimos años, donde la Presidencia no logra mantener el precio de la moneda ni respaldar el cumplimiento de la ley. Hoy los gobernadores tienen un lugar mucho más importante en el bienestar de los argentinos. Vuelvo a la pregunta: ¿Cuál es la diferencia entre el 1% de Argentina y el 1% de Estados Unidos? Que el 1% de Estados Unidos es más numeroso, por ser una sociedad más poblada, pero es también mucho, muchísimo, más rico. Y, en general, está formalizado porque en los Estados Unidos es glorificante y es una fuente de reconocimiento tener éxito económico, mientras que en la Argentina son menos, son menos ricos y tratan de eludir todo lo posible la visibilidad pública. Una de las cosas que a mí más me llamaban la atención en las entrevistas que hacía es que parecía que nadie es rico y nadie es clase alta en la Argentina, aún cuando todo el escenario en el que yo tenía esos encuentros desmentía esa afirmación. También es cierto que en Argentina quedaron todos esos dispositivos de bienestar preexistentes. Quedaron en la conciencia de gran parte de la población esa idea de que la pobreza es un escándalo y que el Estado tiene que asistirla, de que el Estado tiene que socorrer a los más vulnerables, de que es importante garantizar salud pública y educación de calidad para todos y no solo para los que pueden pagarlo. Lo que creo es que muchas veces esas cosmovisiones son un poco hipócritas, porque le pedimos mucho al Estado y después hacemos todo lo posible para eludir o evadir impuestos. En el caso de Estados Unidos hay más coherencia mientras que en Argentina hay una aspiración de sociedad igualitaria que no ha sabido darse los medios para alcanzar ese ideal.
—En De oligarquías y hombres de paja usted advierte que la oligarquía regional presentó “grandes carismas visionarios, hábiles para las actividades primarias o extractivas, que lograron garantizarse a sí mismos y los suyos antigüedad y estabilidad en el universo de la riqueza”. Thomas Pikketty, el gran investigador de las diferencias sociales en las últimas décadas, sostiene que es, precisamente ese carácter transicional de las clases altas lo que consolida la desigualdad social. ¿Coincide con Pikketty en que la mejor herramienta posible para romper este proceso es concentrase en el impuesto a la herencia y no tanto en el impuesto a la riqueza?
—Pikketty habla desde Francia, donde el sistema tributario es eficaz. Cualquier sociedad liberal que se precie penalizaría la transmisión de grandes herencias porque va en contra de cualquier idea de meritocracia. Pero, incluso en esos sistemas tributarios consolidados, han proliferado las fortunas que se fugan a paraísos fiscales y que tratan de evadir todos los controles. Además, los impuestos a las grandes herencias recaudan poco y han ido desapareciendo porque las donaciones permiten que la tranmisión se haga en vida, que se hagan colocaciones financieras que evitan que haya que esperar que una persona muera para que sus hijos usufructúen la riqueza que pudo acumular. Pikketty y Pareto, el padre de la sociología de las elites, comparten ese ideal liberal de que cuando las elites se anquilosan y se cierran, quedan los hijos de esos padres visionarios controlando las posiciones de mando y su falta de ambición y de méritos perjudica a toda la sociedad. Para que la sociedad evolucione es necesario, desde esta perspectiva, que la ambición se renueve y que lleguen otros competidores. Por eso yo digo que el libro es sobre el 1% pero también es sobre la ambición. La intención es mostrar cuáles son los mecanismos que benfician a quienes quieren hoy acumular capital, bienestar y poder. A diferencia de lo que podría derivarse de Piketty y Pareto, no siempre los mecanismos son virtuosos ni tienen efectos beneficiosos para el resto.
—En Cuando los economistas alcanzaron el poder usted advierte que en las últimas décadas los economistas lograron una influencia social y política decisiva y su ascenso contribuyó a transformar la política. ¿Es posible explicar este ascenso de los economistas a partir de las reiteradas crisis argentinas y qué responsabilidad tienen, casualmente, estos economistas en ascenso por esa reiteración de las crisis?
—El ascenso de los economistas es un fenómeno que uno observa en todo Occidente desde la década de los setenta, pero mucho más en los países que vivieron crisis económicas extremas, como la Argentina con la hiperinflación. A mí me gusta decir que los economistas propusieron una forma de hacer política por otros medios. Porque tienen una idea de sociedad que es la agregación de conductas individuales, tienen una utopía que es la estabilidad y el mercado de competencia perfecta y porque tenían un conjunto de estrategias, los planes económicos o la política de shock, que parecían intermediar entre la realidad que enfrentaban y las promesas que acariciaban. El tema es que ningún experto tenía ni tiene la pócima mágica. Lograron en algunos casos conjurar algunos problemas económicos, como el estancamiento económico o la inflación, pero muchas veces a costos muy altos, transformando la sociedad y transformando la economía y resolviendo un problema para generar otro. Desde hace muchas décadas, la Argentina está embarcada en la lucha contra la inflación, y es evidente que no hay una única causa que la genere ni ningún economista que tenga la solución perfecta e indolora. Lo que se busca en esa delegación en los expertos es algo que la sociedad argentina y su dirigencia no logran conquistar: un acuerdo social que cristalice en un sistema de precios durable.
—En La reproducción fallida de las elites, una investigación que realizó junto a Ana Castellani, usted analizó las 50 primeras compañías y sus presidentes en el periodo 1976-2015 y revela un proceso fallido de reproducción: apenas una minoría de empresas (26%) y dirigentes (4%) lograron perpetuarse a lo largo de estas cuatro décadas. ¿La falta de consolidación del capital explica la desigualdad social?
—Hay parte de la discusión argentina está enfrascada en cuál es el huevo y la gallina: si la culpa es que no tenemos una elite política que haya logrado fortalecer al Estado o no tenemos una elite económica que haya invertido y estabilizado al capitalismo. Lo que yo observo es más bien dos redes compuestas por empresarios y políticos, cada una de ellas, con relaciones diferentes con el Estado. Hay una parte de las elites políticas y económicas de la Argentina que preferiría que el Estado intervenga poco, que se inserte definitivamente en el mercado comercial y financiero internacional alineado con Occidente y que asuma los costos que eso implica. Y otra que cree que el Estado tiene que proteger las actividades económicas y ofrecer oportunidades de inversión y de ganancia a los empresarios nacionales. Hay algo de esa alternancia que es muy viciosa. Porque finalmente el polo liberal no garantiza nunca mercados de competencia perfecta y de crecimiento sostenido. Y el otro polo tampoco garantiza un Estado planificador que sea capaz de ofrecer empleo de calidad y crecimiento productivo sustentable. Tal vez, la solución sea salir de esa discusión polar y encontrar un equilibrio, con un Estado que permita generar competencia pero que a la vez sus instituciones se fortalezcan.
—Esta sección se llama Agenda Académica porque intenta ofrecerle a investigadores y docentes universitarios un espacio en los medios de comunicación masiva para que puedan dar cuenta de su trabajo. La última pregunta tiene que ver, precisamente con cada objeto de estudio: ¿por qué decidió especializarse en las desigualdades sociales, sociología de las elites e infraestructura del capital en Argentina?
—Cuando yo era muy chica, viví a fines de los setenta en Brasil y recuerdo, también por lo que mis padres me contaban, cuánto les impresionaba ver tanta gente pobre, pidiendo limosna o durmiendo en las calles. Por entonces, eso era una rareza para un argentino. Pero cuando volvimos a la Argentina, eso que habían observado en Brasil empezó a pasar acá. Años más tarde me pasó lo mismo cuando me fui a estudiar a Francia. Cuando yo llegué a París parecía encontrarme con una sociedad integrada, con un Estado fuerte, como lo que había conocido durante mi infancia en Argentina pero en los últimos años, se latinoamericanizó: hay muchos más pobres, se degradaron los servicios públicos. Hay algo de ese fenómeno que me resulta humanamente conmovedor y orientó en gran medida mis reflexiones. La otra razón que me llevó a interesarme en estos temas es que yo leí tempranamente Rebelión en la granja, de Orwell, y me convencí que era muy difícil que hubiera sociedades sin desigualdades y sin poder. Y que el tema era menos cómo erradicarlos en sociedades ideales que nunca llegan, que comprender cómo se estructuran, en cada momento, esas desigualdades y ese poder para poder controlarlo y enlazarlo mejor con algún ideal de bien común. La crítica contra toda desigualdad y poder me parece que pierde sofisticación y filo. Muchas veces la formulan aquellos que quieren reemplazar a los que están en esas posiciones tan codiciadas. Al menos para mí, mirar con detalle el poder y la riqueza contribuye a construir sociedades más justas y más igualitarias. No porque se enfrente personalmente con las elites, sino porque se develan los mecanismos que algunos seres se desentiendan de los demás, reduzcan a la sociedad a un mero recurso de su ambición. El fenómeno de la desigualdad y del poder es constitutivo de las sociedades complejas. El tema es cómo se construye y cómo se justifica más o menos coherentemente la construcción de una sociedad donde todos podamos entrar y progresar.