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De tierra adentro

El logo de Editorial Perfil Foto: Cedoc Perfil

La semana pasada prometí abordar el tema de la tierra hueca. Cumpliré, tal como si fuera ministro de economía. Una advertencia: no me ocuparé, ni siquiera lateralmente, de desvaríos afines como el terraplanismo o de las demostraciones de magnetización de tetas y pechitos masculinos a causa de imprecisables elementos ferrosos provistos por vacunas anticovídicas financiadas por Satanás y que son  parte de la cosmovisión en la que moja el opíparo oficialismo. No. Vamos derechito al agujero donde vivimos, y que, en su descargo, no descubrió ningún libertario sino que se remonta a tiempos remotos.

Budistas tibetanos, judíos, cristianos, griegos paganos y rústicos nórdicos creyeron en algún momento en la existencia de reinos subterráneos donde vivían alternativamente las almas de los muertos, dioses infernales y extrañas criaturas que de tanto en tanto salían a la superficie de la tierra para tomar fresco y asustarnos. 

Allí podía llegarse por exploración, accidente o simple extinción, y consistían en sitios donde nuestras ánimas purgaban sus males o ciudades maravillosas que permitían felices estadías perpetuas. Por lo general, se llegaba o se salía de ellas a través de pozos, cavernas, bocas de volcanes apagados. 

La somera información con la que cuento indica que uno de los primeros en aportar un corpus teórico al mito de la tierra hueca fue Athanasius Kircher. 

Antes de continuar, revise el lector el apellido para no confundirlo. Athanasius Kircher: sacerdote jesuita y polimata alemán, autor entre otros libros de Oedipus Aegiptyacus, China Ilustrata, Ars Magna Lucis et Umbrae y otros grandes mamotretos. Infalible en el error, en su Mundus Subterraneus sostuvo que existía un sistema de cavidades y un canal de agua que conecta los polos, teoría que, apenas toqueteada un poco, reiteraría siglos más tarde un aviador norteamericano, Richard Evelyn Bird, que en su diario secreto afirmó que en un viaje al Polo Norte había  entrado a un mundo subterráneo pleno de vida vegetal y humanoides, que se distribuía por todo el interior de la tierra y tenía salidas y aberturas para tirar al techo. 

Seguiremos.