Hay dos tópicos en la actualidad que parecen ovillos de un mismo tejido: el insomnio y el trabajo desregulado.
El primero lo podríamos pensar negro, interminable, noche de ojos abiertos. El segundo gris, el color de la incertidumbre. En ambos casos, la palabra “desregulación” es apropiada. Algo salido de lugar con la apariencia de libre circulación. Trabajamos mal, dormimos peor. “No se culpe a nadie”, diría, jugando con el título del cuento de Cortázar donde un pulóver tejido termina matando al protagonista. Por algo Góngora les atribuyó a los sueños el carácter de ficciones: “El sueño, autor de representaciones… sombras suele vestir”. Empecemos entonces por el sueño, nuestra segunda vida.
La zambullida en la almohada es casi una esperanza de resurrección, una puerta al más allá de todos los días. Irse por un rato, dejarse ser, no tener que lidiar con ninguna decisión, que los deseos encuentren sus formas, rostros, escenas; que lo reprimido se satisfaga de alguna manera, donde nadie, ni siquiera uno, se dé por enterado, porque rara vez nos acordamos plenamente de los sueños. Solo Borges, quizá, el gran insomne de nuestra literatura, mantuvo siempre claras las coordenadas de las calles donde parecía emerger casi todas las noches. “yo siempre sueño con esquinas determinadas de Buenos Aires. Laprida y Arenales o Balcarce y Chile. Sé exactamente dónde estoy”, escribe en su conferencia “La pesadilla”, pronunciada en el Coliseo, en 1977.
El sueño es reparador. Supuestamente todo está permitido y no hay víctimas reales. El despertar es un borrón y cuenta nueva, un retorno de ninguna parte, o desconocidas. La posibilidad de emerger de otra manera, entretenernos un rato con la humareda de lo soñado. Como escribió Petronio “El alma sin el cuerpo, juega”. Pero ¿qué pasa si no podemos pasar, si no se abre la puerta del mundo que nos ampara de este mundo? A veces me imagino al personajito de Kafka, del cortísimo cuento “Ante la ley”, trasladado al sueño, esperando y esperando. “En vano espero las desintegraciones y lo símbolos que preceden al sueño./ Amanecerá en mis párpados apretados”, son los últimos versos del poema “Insomnio”, del mismísimo Borges.
Vuelvo a los ovillos. En estos tiempos desregulados –más si tenemos en cuenta las plataformas digitales de trabajo– ya no hay horarios, y cada vez menos protección. Se llega cómo se puede. A fin de mes y a la casa.
La pista del sueño está cada vez menos iluminada. Ya no sabemos dónde aterrizar, ni cómo despegar. El insomnio se parece a la reforma laboral. No nos deja descansar, se impone por descaro. El aumento de la venta de hipnóticos es exuberante. ¡Encima llamarse así, hipnóticos! Dormir inducidos es como trabajar obligados.
¿Cómo recuperar entonces el descanso y la dedicación?
Ya no podemos gobernar nuestra propia existencia ni siquiera en la cama. La idea de Carl Jung resulta lejana: “El sueño es el teatro donde el soñador es a la vez escena, actor, apuntador, director de escena, autor, público y crítico”. No sabemos quién es el dueño del teatro. ¡O el autor de la obra! A algunos los llaman “inductores”. ¿Del sueño o de lo soñado?
Sin duda el insomnio se propaga como una pandemia inconsciente. Pero una cosa es no querer estar despierto y otra no poder dormir. Miguel de Unamuno también lo padeció, y escribió “En horas de insomnio”, un poema del hartazgo de sí: “Me voy de aquí, no quiero más oírme; de mi voz toda voz suéname a eco.”
Con respecto a la jornada laboral, me resulta extraña la equivalencia que suele establecerse entre “flexibilidad” y “regulación”. ¿Cómo se regula la flexibilidad? Por otra parte, no se habla de regulación, sino de desregulación. La entrada en Wikipedia de “Flexibilidad laboral” ofrece enseguida una segunda acepción “desregulación del mercado de trabajo”. ¿Pero no se trata de leyes, o sea, marcos, límites? La definición continúa ambigua y gris: “modelo regulador de los derechos laborales que elimina regulaciones para contratar y despedir empleados por parte de las empresas”. En qué quedamos, ¿regula o desregula? “Ley de promoción de Inversiones y Empleo e Inversiones Productivas”, se titula el proyecto que presentó la diputada Romina Diez, acompañado por legisladores Lorena Villaverde, José Luis Espert, Lilia Lemoine, entre otros. O sea, despidos sin causas explicitadas; posible extensión de la jornada laboral; vacaciones a decisión del empleador; nuevo impacto sobre el sistema de indemnización y créditos laborales.
¿No es posible pensar que el trabajo feliz sea más productivo que el forzoso?
Por otra parte, ¿no se acabarán los sueños si perdemos el de la felicidad?