Sacar la basura
Durante mi infancia vivíamos en una casa chiquitita con una puerta de madera que bajo la mirilla de vidrios esmerilados tenía incrustada o colocada una especie de mascarilla de león rugiente con la que me entretenía metiendo los dedos en sus faues, también de madera, y jugando a agarrarlo de los dientes para ver si el animal tallado me mordía. No hay mayor realidad que la ficción. Por supuesto, a veces me cansaba del juego y entonces cruzaba la calle de tierra e iba a la vereda de enfrente, demarcada por el paredón del colegio de los Agustinianos, espacio que los vecinos aprovechaban para tirar toda clase de basuras. Mi padre, cultor de las virtudes de la pulcritud, malgastaba alguno que otro de los descansos domingeros para ocuparse de quemar esa basura, ya que la espera del camión de los basureros era una desesperanza completa. Un día, harto de esa tarea a la que nada excepto su conciencia civica lo obligaba, clavó sobre el poste de luz un cartel de decía: “Por disposición municipal, prohibido arrojar basura. Multa: 1000 pesos moneda nacional”.
Al día siguiente, mi vecino y amigo El Tato me tocó el timbre y me dijo:
—Vi a tu viejo poniendo ese cartel. Ja.
Las cosas siguieron como antes, por supuesto, y yo, sin que mi padre me instruyera, encarnando sus valores, pasé a hacer lo mismo, todos los días, adoptando la función de pequeño basurero argentino, pero agregándole los encantos de la modernidad, ya que, apenas encendía el fuego en el basural, para avivar la llama empleaba alguno de los desodorantes de ambientes que eran el hit higiénico de la temporada. Esto duró hasta que un día, cuando echaba la lluvia de rocío, el fuego se alzó y se enroscó y avanzó sobre el pico del desodorante, y solté el tubo antes de que me estallara en la mano. A veces, viendo a los periodistas políticos en la TV, pienso que no perdí del todo la costumbre de ocuparme de la mierda ajena.
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