Hiroshima, Nagasaki y el fuego de Prometeo
Las bombas atómicas fueron la secuela innecesaria de un progreso tecnocientífico que aniquiló todo y se volvió contra sus creadores. “Todavía estamos a tiempo de abrir los ojos: hay límites que no deben cruzarse”, dice el autor y recuerda el mito del martirio del héroe que dio el fuego a la humanidad, gran avance pero con poder destructor.
No hay suceso más pasmosodentro del siglo XX que los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki. Haciendo a un lado la deriva que nos llevaría a intentar un inconducente ranking de atrocidades, la historia contemporánea no registra situación en la que aparezca de una manera más condensada el horror que supone la humanidad empeñada en aniquilarse a sí misma.
Referir a ese acontecimiento como un “crimen de guerra” resulta un salvoconducto argumental del todo insuficiente que oscurecería más de lo que iluminaría, y que terminaría explicando casi nada. El calibre inédito de esta atrocidad escapa al alcance de los juicios de la razón y enmudece las posibilidades del discurso.
A nivel geopolítico, tampoco hay registros de un parteaguas mayor. Con Japón prácticamente derrotado tras la rendición de Alemania, la utilización de la bomba por parte de Estados Unidos sólo puede comprenderse en el marco de la disputa por la nueva hegemonía global.
Y ese es el punto donde comienzan las preguntas que, 80 años después, todavía penden sobre nuestras cabezas: ¿la consumación de una victoria bélica justificó habilitar la posibilidad de una aniquilación global? ¿Tuvo sentido encumbrar un triunfo militar sobre la versión más concreta del Apocalipsis que este mundo ha conocido? ¿Podrían habérsele dado otros usos, quizás incluso más estratégicos, a todos los conocimientos, recursos y esfuerzos que se emplearon en la construcción de este arma?
Bomba atómica en Hiroshima, el 6 de agosto de 1945.
Pareciera ser que el desarrollo de este instrumento de poder absoluto invirtió la relación entre medios y fines: fue necesario utilizarlo para justificar su existencia. En este punto de total espanto, la cuestión de la tecnociencia pasa a ocupar el centro de la reflexión. Y a la luz de esta escena, Hiroshima y Nagasaki se entrelazan en oscura alianza con el mito de Prometeo.
En la narración helénica, Prometeo es el titán que roba a los dioses el secreto del dominio del fuego y lo entrega a los humanos. Por ese atrevimiento, los dioses castigan al titán encadenándolo a una roca para que un ave rapaz devore sus entrañas por toda la eternidad. Pero para los humanos, la intervención de Prometeo dispara un proceso irreversible. A partir del dominio técnico del fuego, aprenden a transformar la naturaleza a su favor, convirtiendo al mundo que comparten con las demás criaturas en un mundo potencialmente apropiable.
En la aplicación de la técnica, los humanos producen un entorno coincidente con sus necesidades. Y al hacerlo, se transforman a sí mismos, completando su hominización. Pero ese fuego que simboliza el saber tecnocientífico, también encierra el riesgo de su uso inadecuado, excesivo, pernicioso, destructivo. La condena con la que los dioses castigan a Prometeo opera como recordatorio: hay límites que no deben cruzarse.
La tencnociencia moderna olvida (o ignora deliberadamente) esta aleccionadora parte del mito. La modernidad desarrolla un modo de producción que se propone enfrentar la naturaleza para convertir los problemas en soluciones, la enfermedad en salud, la escasez en abundancia, en definitiva, lo finito en infinito. Y todo esto, en nombre de una forma particular de comprender el progreso, el cual debe aspirar a convertirse, precisamente, en ilimitado.
Crece el temor a una Tercera Guerra Mundial en Europa Occidental
Alcanza con echar un rápido vistazo a las condiciones de nuestro mundo contemporáneo para comprender cuántas contradicciones incluye ese ideal. Entre ellas, las peores se vinculan con los conflictos bélicos. La bomba atómica recupera esta impronta y la lleva hasta el extremo: una creación humana, nacida del saber tecnocientífico, que en nombre de la dominación habilita la posibilidad de la destrucción absoluta.
Vincular las bombas de Hiroshima y Nagasaki con el mito prometeico y su ambigua relación con el destino humano nos obliga a detenernos en las implicancias éticas, políticas y simbólicas del uso de un arma de características inéditas. Es el punto donde el saber se emancipa del juicio ético, y el progreso revela a la destrucción como su contracara inevitable.
Si Mary Shelley tituló a su Frankenstein “el moderno Prometeo” aludiendo a una monstruosidad que escapa del control de su creador, Hiroshima y Nagasaki representan un hito luego del cual lo inventado ya no puede desinventarse, y por eso se vuelve contra los seres que le dieron vida.
11:02. La hora en que, en Nagasaki, cayó la bomba atómica que destruyó la ciudad japonesa; lo recuerda un reloj encontrado entre escombros.
La historia conserva sus nombres como los lugares en los que el fuego prometeico abandonó su potencia emancipadora, dejando para siempre de iluminar y calentar para pasar a enceguecer y calcinar. El Dr. Frankenstein asesinado por su invención; Prometeo convertido en su negativo.
En La obsolescencia del hombre, Günther Anders analiza Hiroshima como el símbolo de una humanidad que ha producido una aberración que escapa a su capacidad de comprender y de imaginar sus consecuencias efectivas. Por más que intente apartar la mirada, el reflejo que la humanidad encuentra en las ruinas humeantes de las ciudades japonesas bombardeadas le devuelve la imagen de una especie que ha resignado su potencia transformadora, pues en su afán de transformar su mundo se ha convertido a sí misma y para siempre en su principal amenaza.
Como especie, hemos pasado los 80 años que nos separan de Hiroshima y Nagasaki buscando el modo de conjurar este horror. Aún no lo hemos conseguido. Y quizás no lo consigamos jamás. Pero tal vez, siguiendo las advertencias de Anders, todavía estemos a tiempo de abrir los ojos y reconocer el abismo cuyos bordes nos hemos empeñado en transitar.