Mariano Schuster: "A Milei el uso de la palabra comunistas le funcionó, a la oposición la de fascismo, no tanto"
El presidente sostiene un discurso cargado de agresiones y descalificaciones que apuntan a deshumanizar a sus críticos y encender la escena pública. Así, esa retórica altisonante amplifica la polarización, ordena a su núcleo más fiel alrededor del conflicto y actúa como un recurso persistente para mantener movilizada a su base.
El presidente Javier Milei recurre a un repertorio de insultos dirigido sobre todo a la izquierda y a sus adversarios, con expresiones como “ratas inmundas”, “cucarachas”, “parásitos”, “basuras” o “zurdo de mierda”, que refuerzan una narrativa de polarización y lo posicionan como un outsider enfrentado a la “casta”. Arrancado desde el análisis que hizo en Modo Fontevecchia, por Net TV, Radio Perfil (AM 1190), el escritor y periodista Mariano Schuster advierte que la etiqueta de “comunistas” le funcionó políticamente, mientras que la oposición con la etiqueta de “fascismo” no logró el mismo efecto.
El destacado periodista, escritor y editor argentino Mariano Schuster es conocido por su enfoque en política, historia y crítica cultural. Se desempeña como editor de la revista Nueva Sociedad y fue jefe de redacción de La Vanguardia y Nueva Revista Socialista. Además, colabora habitualmente con diversos medios, tanto en Argentina —como el suplemento Ideas del diario La Nación y Panamá Revista— como en el extranjero, en Le Monde Diplomatique, manteniendo una presencia intelectual.
En tu último libro, El pasado no está muerto, realizás una serie de entrevistas con diversos historiadores, como lo es la reconocida Sheila Fitzpatrick. El objetivo fue entender la complejidad de determinar quién tiene razón en el conflicto de Ucrania. La historia, siempre presente, no es un terreno estático. Como reflexiona Edward Thompson, el pasado es un espacio dinámico, lleno de energías que pueden ser convocadas una vez más. En este contexto, ¿qué energías están movilizando hoy Estados Unidos, bajo la influencia de Donald Trump, y Argentina, con la irrupción de Javier Milei?
Este libro nació precisamente de un diálogo con Pablo y de la voluntad de reflexionar sobre el pasado como una clave para entender muchos aspectos del presente. Aunque el libro se centra en las trayectorias profesionales, vitales e historiográficas de las mujeres y hombres entrevistados, varias de estas conversaciones nos ayudan hoy a analizar fenómenos contemporáneos, como la emergencia de las derechas extremas y ciertos discursos políticos radicales.
Así como mencionaste, la primera entrevista del libro es a Sheila Fitzpatrick, una historiadora australiana que dedicó muchos años a estudiar el legado de la Unión Soviética, incluso investigando en archivos soviéticos. Hay allí múltiples temas que permiten entender que el presente está tejido con pasados; que muchas de nuestras mentalidades, ideas, comportamientos y la manera en que percibimos el mundo están mediatizados por distintos tiempos históricos.
Esa fue la intención central del libro: ofrecer a los lectores una herramienta para comprender el pasado y, a su vez, reflexionar sobre el presente que estamos viviendo.
Quedaba una frase de Walter Benjamin, que decía que es imposible ver el pasado; que es un relámpago, un destello, un instante nada más, y que siempre se va a ver con los ojos del presente, por más esfuerzos que uno haga por colocarse en el pasado. Y la otra, de Goethe, de que la única forma de ver el pasado está en la arquitectura: que eso es lo único que se mantiene de la misma forma que era en el momento en que fue construido, si fue conservado.
Sí. O hay una dialéctica entre ambas, porque también en esta idea goethiana de la arquitectura hay una idea de un pasado petrificado, como que el pasado —por eso la idea del título del libro es El pasado no está muerto— cuando nosotros, por ejemplo, paseamos por una ciudad o caminamos por nuestra propia ciudad y vemos elementos del pasado y elementos nuevos que van a ser parte del pasado, pero que siguen constituyendo el presente histórico.
El tiempo histórico es un tiempo largo, y el relato sobre el pasado es siempre un relato que se hace desde el presente. Pero lo importante, me parece, es que no cualquier relato sobre el pasado —y esto está muy claro en la entrevista, sobre todo con Carlo Ginzburg, que para mí es un historiador formidable, además de una persona cuya posibilidad de conocerlo y conversar con él personalmente fue para mí una emoción muy profunda— plantea métodos. O sea, el punto es si la historia nos dice, si la historia como disciplina nos permite contar verdades. Por supuesto que las verdades siempre son provisionales, siempre son distintas.
Pero yo creo que lo que estos historiadores e historiadoras nos muestran es que, para conocer el pasado, para conocer los tiempos que nos precedieron, y por lo tanto también para conocernos a nosotros mismos y los tiempos que vivimos, necesitamos métodos. Y hay métodos historiográficos diferentes y cada uno tiene su abordaje, pero que se discuten en una comunidad científica. Una de las cosas que más me preocupa a mí es el discurso impresionista que a veces rodea nuestra realidad contemporánea: la posibilidad de hablar de todo sin métodos, sin tener métodos. Yo, que soy un seguidor de tus entrevistas, y que me he dedicado y me dedico a lo mismo, me dedico a preguntar más que a responder en este libro, lo que más me interesa es cómo piensa esta gente, por qué esta gente piensa así.
Y cuando converso con ellos, me doy cuenta de que evidentemente han desarrollado métodos; han dicho: “Esto no lo estoy investigando bien, debería ir por acá, debería quitarme estas anteojeras ideológicas que yo tengo, por ejemplo, para ver cierta realidad”.
A mí me gusta mucho una frase de uno de los entrevistados del libro, Peter Burke, una persona de izquierda, diría un socialista democrático. Y él dice: “Yo no soy un historiador socialista, yo soy socialista e historiador, porque a la hora de hacer historia intento, aunque nunca pueda del todo, quitarme los lentes de mi perspectiva socialista para poder ver una perspectiva más amplia que por ahí contradice incluso mi propia perspectiva ideológica”. Y yo creo que eso es algo que a veces nos está faltando en algunos de los análisis políticos contemporáneos. Vemos todo desde nuestra intensidad ideológica, desde nuestros lentes, y está muy bien: la subjetividad no es algo que se pueda suspender de plano. Pero sí creo que las miradas históricas informadas sobre procesos históricos como el fascismo —en el caso de Gentile—, el nazismo —en el caso de Kershaw— o la historia del feminismo — en el caso de Rowbotham— son vistas desde perspectivas que tienen una carga emocional.
Kershaw es un antinazi absoluto. De hecho, empezó a investigar el nazismo a partir de un encuentro fortuito. Él investigaba historia medieval y tuvo un encuentro fortuito, mientras iba a hacer un curso de alemán en Múnich, con una persona en un bar que le dijo, pensando que había cierta camaradería —ya en la posguerra, por supuesto—: “El judío es un piojo”. Y eso lo lleva a él a abandonar sus estudios medievales e involucrarse en el estudio de lo que ha sido la mentalidad nacionalsocialista. Por lo tanto, también importa no solo la subjetividad, sino los aspectos, para mí —y es un punto destacado del libro— autobiográficos de la persona: qué llevó a estas personas a investigar ciertas cosas, qué cosas en su vida sucedieron para que decidieran determinadas trayectorias.
Tenía otra frase en mente, de Miguel Ángel, que decía que es el corazón el que le da la orden a la mente sobre qué poner atención. Porque hay tantas cosas a las que poner atención que la decisión no es del orden de la mente, sino del orden de la emoción. Y en ese sentido, esas emociones que están vivas en esa historia que no está, ese pasado que no está muerto: ¿qué ves como más vivo del pasado de la Argentina en la Argentina de hoy?
Yo creo que en la Argentina hay rupturas y hay continuidades. Lo que ciertamente hay son tradiciones políticas que están vivas. Hay tradiciones políticas que sobreviven a la historia. La tradición política peronista, por ejemplo, es una tradición política permanente, que todavía tiene una vigencia muy fuerte, a pesar de que tenga —y hablo de la tradición política, no de la adscripción partidaria—. Hay gente que se define emocionalmente como peronista, hay gente que se define como socialista y ahora hay una emergencia de un proceso nuevo, de una nueva derecha que se reconfigura también con elementos de las viejas derechas.
Ahí hay muy buenos trabajos de historiadores. Ahora salió un libro maravilloso de Ernesto Bohoslavsky y Sergio Morresi, Historia de las derechas en la Argentina, donde ellos ya han trabajado —también Sergio Morresi y Martín Vicente— la idea del fusionismo de derecha.
Yo creo que tenemos que prestar mucha atención a estas derechas que están emergiendo tanto en Argentina como en el resto del mundo como procesos que contienen elementos del pasado, pero que no son una repetición del pasado. Emilio Gentile, en el libro, en una de las respuestas, cuando yo le pregunto por el fascismo, por cuestiones asociadas al fascismo histórico, me dice: “A mí me molestan mucho las analogías, porque puede haber dos líquidos: el agua es un líquido y el petróleo es un líquido. Ahora, yo no diría que, como los dos son líquidos, son lo mismo”. Entonces, cuando se dice “todo es fascismo”, yo entiendo los usos públicos de la categoría, que a veces no tienen por qué ser los mismos que los usos analíticos o académicos. A veces parece que, si no le decimos fascismo, le bajamos el precio.
Y en mi caso —debo decírtelo—, que soy una persona que está en desacuerdo con las ideas que gobiernan la Argentina hoy, con los métodos, con los modos, comprenderlo también para poder combatirlo, para poder enfrentarlo. Entonces, yo creo que ahí es muy importante entender los procesos históricos: qué fue el fascismo realmente, cómo fue, cómo se produjo, para pensar qué elementos puede haber hoy de aquello, sabiendo que no es lo mismo y que probablemente la categoría no sea la mejor para explicarlo analíticamente, por más que pueda ser productiva en el espacio público.
La columna de Pablo Helman en Perfil sostiene que si Milei llama comunistas y utiliza esa terminología, habilita a que los contrarios lo llamen fascista, porque usa terminologías arcaicas. Ambas son arcaicas: la de comunista como la de fascista. El punto es si una habilita la otra. El uso arcaico de una terminología adecuada a mediados del siglo XX habilita responderle con una también adecuada a mediados del siglo XX. Y otra es del autor de Hipnocracia, que se resiste al uso de la palabra “fascista”. ¿Hay que crear palabras nuevas o hay que resignificar palabras que están vivas todavía? Como demostraría la palabra “fascismo”. Es una, es una pregunta que me parece muy interesante y que creo que tiene distintos niveles.
Yo creo que es fundamental distinguir el ámbito en el que se usan ciertas palabras. En el terreno académico y en el político-intelectual, el término “fascismo” remite a un régimen —o a un conjunto de regímenes— históricos muy concretos, con categorías y características claramente definidas. Sobre eso existen debates profundos: desde Emilio Gentile, a quien entrevisté, hasta Robert Paxton o Roger Griffin, entre muchos otros especialistas. También está el autor que propone la noción de “postfascismo” —aunque, incluso con ese “post”, la palabra sigue conteniendo fascismo. Se trata de Enzo Traverso, el historiador marxista, Enzo Traverso.
Pero yo diría que, por ejemplo, Emilio Gentile es muy preciso cuando afirma que el fascismo tenía características históricas bien definidas. ¿Cuáles eran? No se reducían a la violencia o al autoritarismo —que suelen usarse como atajo para señalar como “fascista” a cualquiera—, sino que incluían la guerra como propósito central de la vida humana; el imperialismo como mandato del Estado fascista, que debía expandirse, anexar territorios y ampliar su espacio; y la llamada “revolución antropológica”: la idea de transformar al ser humano, no solo a la sociedad o a las estructuras estatales. Además, el Estado era concebido como instancia absoluta, por encima de cualquier otra pertenencia. En ese marco, plantea que resulta imposible definir como fascista a un movimiento como Vox, que sostiene que la identidad católica es superior al Estado. Eso en el fascismo no ocurría: el fascismo funcionaba como una religión política con sus propios símbolos y rituales.
Ahora bien, lo que mencionás sobre el uso de la palabra “comunismo” también es importante. Existen usos académicos o analíticos, vinculados a la historia del comunismo soviético, a las disidencias, a los diferentes trotskismos. Y existen usos políticos, donde las categorías operan de otro modo.
Una historiadora amiga, Mercedes López Cantera, suele decir que en la derecha —y especialmente en las extremas derechas— el términos “comunismo” no funciona como un concepto analítico, sino como un modo de clasificar al enemigo. Así, no abarca solo a los miembros de un partido comunista, sino a cualquiera que cuestione una cosmovisión que busca instalarse como hegemónica desde el poder. De ahí surgen etiquetas como “antihuquismo”, “antiprogresismo” o “anticomunismo”. Es un anticomunismo sin comunistas. Y, del mismo modo, nosotros podríamos estar construyendo un antifascismo sin fascistas. Eso lo entiendo claramente.
Dicho esto, también creo que las categorías públicas deberían evaluarse por su productividad política. ¿Le funciona a Milei, o al “mileísmo” y a las derechas radicales actuales, usar la idea de “comunismo”? Parece que sí. ¿Ha resultado eficaz la etiqueta de “fascistas” desde las izquierdas? Yo diría que solo en parte.
Por ejemplo, la marcha del 3 de febrero —que surgió después de que Milei equiparara la homosexualidad con la pedofilia, una afirmación aberrante— adoptó el nombre de “antifascista”, y esa denominación funcionó. Es cierto que la acusación de “fascistas” no parece afectar a sus destinatarios, pero creo que el rol de los intelectuales no es decidir qué palabra debe usarse, sino analizar por qué la gente elige ciertas palabras. Como plantea Koselleck, los términos se resignifican y adquieren nuevas capas de sentido. Y eso ocurrió con “fascismo” y también con “comunismo”. En El pasado no está muerto, recientemente publicado por Siglo XXI, varios historiadores discuten justamente esto: la necesidad de pensar cómo usamos las palabras, a qué pasado nos remiten y qué futuros pueden anticipar.
Me quedo pensando allí en la idea de, de Wittgenstein, de los juegos de lenguaje. Y obviamente la idea de que los significantes van cambiando su significado con el paso del tiempo. Entonces, por lo tanto, el significado actual de la palabra es mucho más importante que el significado originario con el que fue construida. Y en ese sentido me quedaba reflexionando sobre lo que vos decías: si la palabra “fascismo” logra producir el mismo efecto que “comunismo”, que sería su contraparte arcaica. En el caso de Argentina, como decís, a Milei parece funcionarle. Estoy pensando en el caso de Estados Unidos, parece que también le funcionaría a una persona como Trump. Me venía a la mente otro filósofo, Carnap, con la idea de que cada disciplina tiene su propio lenguaje y que es intraducible de uno a otro. Cuando era estudiante de psicología, la profesora decía: “Por favor, usemos el vocabulario adecuado. Acá la gente no está triste, está deprimida”. ¿Qué relación hay entre “comunista” y “opositora a Milei”? ¿Solo el presente lo llena de contenido?
A mí también me interesa pensar en los significantes en disputa. ¿Por qué hablo de “disputa”? Porque términos como “socialismo”, por ejemplo, pueden ser apropiados por tradiciones muy distintas entre sí. Cuando alguien cercano a la socialdemocracia usa esa palabra, no está diciendo lo mismo que quien se identifica con la tradición marxista-leninista; y tampoco significa lo mismo para alguien proveniente del trotskismo. Lo que aparece ahí es una puja por el sentido del término. Y, como señalabas, los conceptos políticos son dinámicos. Cambian, se reacomodan y absorben nuevas capas de significado. Justamente, es un tema en el que estoy muy interesado.
Parece que las dos palabras más disputadas, más polisémicas, más cargadas de contenidos intencionales, que se las flexibiliza a los extremos, son “socialismo” “liberal”. Parecen antinómicas o surgieron como oposicionesm pero que fueron utilizadas por todos, incluso mezcladas. Te encontrabas con los dos extremos tratando de apropiarse de una palabra. Y hoy también podríamos decir que “liberal”, en Estados Unidos, quiere decir alguien progresista, de izquierda; y “libertario” termina siendo lo opuesto. Es decir, la elasticidad de las palabras en esa disputa de significantes.
También porque las palabras cargan sentidos diferentes a lo largo de la historia, y esos sentidos van sedimentando tradiciones políticas distintas. En el libro cuento, por ejemplo, la entrevista a Carlo Ginzburg. Todos conocen sobre todo a su madre, Natalia Ginzburg, una gran novelista, pero se conoce menos a su padre, León Ginzburg, filólogo excepcional, militante del Partido de Acción —el socialismo liberal italiano—, que murió bajo tortura en manos de la Gestapo en la cárcel de Regina Coeli durante el fascismo. Ese socialismo liberal, el de Carlo y Nello Rosselli, combinaba elementos de la tradición marxista con vertientes del liberalismo.
Algo parecido ocurre con “liberal”, el término que mencionabas. Es una palabra cuyo uso público me preocupa, porque hoy suele emplearse como sinónimo de “individualista”, de “neoliberal” o incluso de “anticomunitario”. En esa confusión se pierden discusiones fundamentales: la diferencia entre libertad negativa y libertad positiva, o la distinción entre un régimen democrático-liberal y el liberalismo como ideología. Las palabras quedan reducidas a etiquetas vacías que se arrojan en el debate público sin atender a su historia ni a su complejidad. Ahí es donde me resulta iluminador lo que suele decir Sergio Morresi, un querido amigo: dentro de la tradición liberal conviven liberales democráticos y liberales conservadores, igual que dentro del socialismo conviven tradiciones distintas, e incluso dentro del peronismo. No hay una esencia única que determine a todos por igual. Y comprender esa diversidad es clave para discutir con precisión qué significan las palabras.
En relación con lo que mencionabas sobre libertades positivas y negativas, Javier Milei no leyó a Isaiah Berlin. Cuando lo entrevisté salió a la luz algo que suele señalarse: los libertarios ponen el foco casi exclusivamente en las libertades negativas, pero no prestan atención a las positivas. Por eso, quien se define como libertario no necesariamente se inscribe en la tradición liberal, al menos en el sentido histórico y filosófico del término. Y algo similar ocurre con el anarquismo y el anarcocapitalismo, que toman su nombre de una tradición que originalmente provino de los anarquistas de izquierda. Ahí aparece otra categoría en disputa: la de izquierda y derecha. La discusión llega a niveles tales que, para algunos, esos términos ya resultan inocuos o directamente inútiles. Y es posible que, con el tiempo, ocurra algo similar con “liberal” o “socialista”: que terminen vaciadas de significado por el uso excesivo.
Coincido plenamente con vos, y me parece muy valioso que traigas a Isaiah Berlin a la conversación. Es un pensador que me interesa muchísimo. Yo no pertenezco a la tradición liberal —formo parte de una de las tradiciones socialistas—, pero justamente ahí aparece el punto central cuando hablamos de Milei. Su referencia filosófica no es el liberalismo clásico, sino el anarcocapitalismo de Rothbard. Después, claro, la gestión pública suele ser más pragmática y porosa, pero lo cierto es que su modo de pensar no está atravesado por esa concepción de derechos que aparece en Berlin, en Mill o en los orígenes del liberalismo.
Ahí es donde la discusión se vuelve más interesante. Yo tengo buenos amigos liberales —no soy liberal, pero he trabajado con personas a las que respeto mucho—. Uno de ellos es Alejandro Katz, con quien aprendí gran parte del oficio de entrevistar. Tenemos diferencias ideológicas en ocasiones, pero me enseñó muchísimo. Alejandro es un liberal en un sentido muy preciso: piensa temas como el aborto desde una perspectiva de derechos, sosteniendo que un presidente liberal debe argumentar desde ese lugar y no retirarse de la discusión. Ese marco de pensamiento, esa sensibilidad liberal, no es la que aparece en Milei.
Me preguntaba si, en el fondo, alguien del mundo de Trump o de Milei vería esta conversación y diría: “onanismo intelectual, jactancia, intelectualidad vacía”. Para esa mirada, estas categorías ya no significan nada. Lo que vivimos en los últimos años sería el derrumbe de las jerarquías, y ese derrumbe implica también la caída de las categorías que sostenían toda una ontología anterior. Desde esa perspectiva, estaríamos discutiendo desde una civilización que ya no existe, porque el problema no sería de palabras ni de apropiaciones: sería más profundo. Las jerarquías se fueron debilitando —y Trump y Milei encarnan ese proceso—, un fenómeno que empezó cuando el profesor dejó de ser autoridad, cuando el psicólogo dejó de ser supuesto portador de saber, cuando el religioso dejó de ocupar un lugar central. Esa serie de erosiones llegó después a la política. Hablábamos hoy de los surcos profundos de la historia: los periodistas vemos la superficie —los resultados electorales—, pero debajo operan placas tectónicas cuyos efectos aparecen después. Tal vez esas viejas ontologías —socialismo, liberalismo, fascismo, comunismo— ya no funcionen. Y quizás figuras como Trump o Milei se rían de todo eso.
Es la misma lógica que hoy domina en las redes con esta idea del baiteo: lanzar cualquier afirmación como si las palabras no tuvieran peso. Conversaciones como esta, como decís, suelen convertirse en blanco de burlas en esos espacios. Pero quiero sumar algo: tampoco es un fenómeno nuevo. El antiintelectualismo siempre estuvo presente, y a mí me resultó especialmente duro porque crecí en un hogar profundamente intelectual —mi madre era docente de filosofía—.
En el libro lo cuento a través del contraste entre Carlo Ginzburg y Roger Chartier: uno se enamoró de los libros porque vivía rodeado de ellos; el otro porque, justamente, en su casa casi no había. Y me acuerdo de algo que decía Richard Hoggart: que muchos “se escudan en la gente común” para despreciar las ideas, como si el pueblo no pensara. En realidad, la gente no es antiintelectual; piensa, solo que no necesariamente lo hace desde los parámetros de la academia. Yo no soy un academicista —aunque admiro profundamente a la academia— y sé que dentro de la izquierda a veces se construye este mito de una sociedad incapaz de reflexionar.
Este libro lo hice pensando en un lector que quiere entender mejor el mundo, porque ese lector existe. Y creo que charlas como esta son esenciales: rompen con esa lógica donde todo se iguala y cualquiera opina sobre cualquier cosa sin sustento. No es lo mismo escuchar a Carlo Ginzburg hablar de cultura popular o a Joan Scott hablar de feminismo que escucharme a mí intentando explicar astronomía, tema sobre el que no sabría decir absolutamente nada.
Quiero profundizar en la idea de que toda esa ontología hecha de palabras y categorías políticas viene atravesando un proceso de erosión desde hace años, y que figuras como Trump o Milei funcionan más como consecuencia que como causa. Ese desgaste está ligado, entre otras cosas, a la palabra “élite” y al avance del antiintelectualismo. Hoy es casi impensable que un intelectual de élite use “élite” para describirse: suena mal, aparece como un gesto de soberbia. En cambio, en el deporte, el ajedrez o los ámbitos de alto rendimiento, sigue siendo un atributo positivo. En la cultura, en cambio, se discute como si fuera intrínsecamente antidemocrática. Ahí aparece, a mi entender, la maniobra que desplegó la extrema derecha en Estados Unidos: pasar del Occupy Wall Street al asalto al Capitolio cambiando el blanco del enemigo. Ya no eran los ricos: eran los intelectuales, la casta. Lo que surgió fue un odio de clase que no es económico, sino simbólico. En Estados Unidos pesa más la soberbia atribuida a un profesor de la Ivy League que la de un multimillonario de Silicon Valley. Eso muestra que el rechazo a la élite intelectual es más profundo que el rechazo a la élite económica: cualquiera puede imaginarse rico, pero muy pocos pueden imaginar que algún día podrían convertirse en intelectuales. La expectativa de ascenso económico parece posible, pero inalcanzable.
Hay algo muy interesante en lo que planteás, Jorge, que toca de lleno las dimensiones de la batalla cultural. Justamente señalás que se libra en un terreno cultural, y la historia ofrece pistas para entender cómo se configuró. Pablo Stefanoni, en La rebeldía se volvió de derecha, y autores como Steven Forti muestran que parte de este proceso tiene raíces en la Nouvelle Droite francesa de Alain de Benoist. Allí comenzó a gestarse una inversión del concepto gramsciano de hegemonía: sostenían que, para disputar el poder, había que conquistar la cultura, replicar lo que atribuían a la izquierda. Según esa lectura, la izquierda dominaba universidades, instituciones y espacios de legitimación simbólica, y ese predominio se había derramado sobre la sociedad.
También es cierto lo que mencionás sobre la incomodidad de buena parte de la intelectualidad para reconocerse como una élite, aunque sea una élite simbólica. Existen distintos tipos de capital —económico, simbólico, cultural— y los historiadores e historiadoras con los que trabajé abordan estos procesos desde cruces disciplinarios: sociología, antropología, estudios de género. La historia no alcanza para explicar estos fenómenos, algo que aprendí de investigadores como Martín Albornoz, dedicado al anarquismo, o Francisco Reyes, que estudia socialismo y radicalismo. Entender estas dinámicas exige combinar perspectivas.
Ahora bien, no sé si hablaría de una élite en términos absolutos. En ciertos aspectos lo son, pero en otros atraviesan una precarización laboral muy marcada. El maltrato hacia la academia en Argentina es evidente. Y si bien considero que hay reformas necesarias, la situación actual llega al extremo de tratar.
¿Qué enseñanza nos deja la historia respecto de otros momentos en los cuales la masa considera, o se subleva y se rebela, y considera más ofensivo el capital? Irrita más quien tiene capital intelectual que quien tiene capital económico. ¿Y qué explicación vos encontrás?
No estoy del todo seguro de que a la ciudadanía le irrite más el capital simbólico que el económico. Más bien, creo que hay actores capaces de canalizar frustraciones sociales y económicas —generadas, en mi opinión, por dinámicas propias del capitalismo y por sociedades estructuradas en clases— y dirigirlas hacia chivos expiatorios fáciles de señalar, hasta convertirlos en enemigos visibles. Pero no pienso que la sociedad sea tan antiintelectual como el presidente Javier Milei.
Ian Kershaw, un gran historiador con quien tuve una conversación excepcional, lo expresa con mucha precisión. En los debates sobre si fenómenos como Mussolini o Hitler dependían de la personalidad del líder o de la estructura social, él plantea otra vía: la interacción. El viejo duelo entre culturalistas e intencionalistas. No se trata del “gran hombre” de Carlyle, destinado a encarnar un rumbo histórico; se trata de una autoridad carismática que funciona de manera relacional. Hay algo que aporta la figura del líder, pero también algo que la sociedad proyecta sobre él. Ese cruce de sensaciones, experiencias y climas de época —como señala también Robert Darnton, otro entrevistado del libro— es lo que permite que emerjan determinadas figuras. Y del mismo modo, pueden emerger otras.
Creo, sinceramente, que fuera de las derechas radicales existe margen para desarrollar discursos distintos. Para eso hace falta revisar la historia y aprender de los errores. Hubo intentos fallidos: durante el fascismo, Palmiro Togliatti, secretario general del Partido Comunista, propuso infiltrar los sindicatos fascistas con militantes comunistas —la idea de los “hermanos de camisa negra”— y fue un fracaso rotundo. Por eso sostengo que volverse “un poco mileísta” o más derechizado para atraer a la mayoría social es un camino equivocado. Tampoco se trata de refugiarse en un radicalismo inverso. Lo que necesitamos son nuevas imaginaciones democráticas —y, en mi caso, nuevas imaginaciones de izquierda— capaces de proyectar futuros posibles y de mostrar que pueden construirse si la sociedad se moviliza para hacerlo.
Estamos llegando al final del reportaje. Hace pocos días se cumplió un nuevo aniversario de la muerte de Hegel, en 1831. Y hay algo que me vuelve siempre a la cabeza. En los muchos reportajes que pude hacer a premios Nobel de ciencias duras, solía preguntarles si creían en Dios. Y la respuesta, casi unánime, era que sí: físicos, químicos, todos con distintas maneras de explicar qué entendían por Dios. Algunos desde una mirada más teológica, otros desde la idea de que existe un orden y que el mundo no es puro caos. Por eso vuelvo a Hegel y a su noción metafísica de la “astucia de la razón”: la idea de que nada ocurre por casualidad y de que incluso las figuras más terribles de la historia cumplen una función, porque la historia necesita esos cuerpos para avanzar. Mi pregunta, como corolario, es si los grandes historiadores que entrevistaste creen que la historia tiene un orden.
Esa vieja frase que dice que la historia es la materia hecha conciencia, o la imagen de Kant: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mis pies. En definitiva, ¿creés que existe una metafísica detrás de la historia? ¿Que hay un orden o no? A priori te diría que, en su gran mayoría, no. Para ellos, la idea de progreso tal como la conocíamos —esa teleología que conduce a un destino fijo— es demasiado determinista, porque quita agencia humana. Siguen más bien la línea de un gran historiador catalán, Josep Fontana: la historia es obra de los seres humanos, hecha en condiciones que no eligieron, pero hecha por ellos al fin.
Y celebro que hayas traído el tema de Dios, que casi no se discute y que hoy, cuando aparece, suele hacerlo de un modo algo performático, casi un cosplay: de pronto todos se visten de cristianos, todos reivindican una fe conveniente. Yo, que soy creyente y a la vez me formé en la tradición marxista, te diría que muchos historiadores vienen de mundos religiosos. Grafton estudió en un internado metodista; Kershaw creció en una familia católica y fue a una escuela católica.
La pregunta central sigue en pie: ¿creen que hay un orden o que todo es caos?
Yo diría que creen que los seres humanos hacen la historia y que en ella conviven el orden y el caos. Que hay momentos más caóticos y otros más ordenados, y que esa distinción depende mucho de cómo definamos cada cosa. Porque también hay que preguntarse qué llamábamos “orden” antes. ¿Era tan ordenado ese orden que recordamos? El de la posguerra, por ejemplo, al que siempre se alude: ¿por qué surgieron tantos conflictos desde ese supuesto orden? ¿Qué había debajo de esa apariencia de estabilidad? Ahí es donde aparece la verdadera discusión.
Milei y Trump: Qué es el fascismo psicotizante y por qué habla de "libertad"
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