Hace 56 millones de años, la Antártida era tan verde como San Carlos de Bariloche y tan verdeazulada como el Camino de los Siete Lagos. Así lo confirma el hallazgo de numerosos restos fósiles de hojas que evidencian una diversidad floral muy superior a la que hasta hace poco se atribuía a los bosques del Paleoceno antártico, conclusión a la que sólo se había llegado con algunos pocos restos fósiles de maderas.
El notable hallazgo fue realizado por Anne-Marie P. Tosolini, de la Universidad de Leeds, que estuvo a cargo de un equipo responsable del hallazgo. Esta joven geóloga australiana, formada en la Facultad de Ciencias de la Tierra de la Universidad de Melbourne, no le teme miedo al frío antártico y condujo el trabajo de un equipo de investigadores de campo que acaba de publicar sus exitosos resultados en Review of Palaeobotany and Palynology.
En la Isla Seymour, ubicada al este de la Península Antártica, hallaron una diversidad significativa de fósiles de hojas, con formas, tamaños, patrones de nervaduras y bordes lisos o dentados que, a pesar de crecer en la región polar, donde se experimentan ángulos de luz bajos durante el invierno, son compatibles con la vegetación propia del bosque templado andino patagónico o “valdiviano”, que es templado frío o cálido, con grandes extensiones mixtas de coníferas y bosques de hoja perenne y/o caducas. En América del Sur, este tipo de vegetación intensamente verde, húmeda y de clima oceánico sólo crece en torno a la cordillera patagónica, tanto en Chile como en Argentina.
Los fósiles hallados son compatibles con las especies propias que hoy se encuentran en el bosque andino patagónico, muchas de las cuales se creyeron originarias de Australia
Aunque no existen especies modernas idénticas que nos ayuden a comprender la ecología de estos bosques antárticos, lo más cercano que podemos encontrar hoy son nuestros bosques patagónicos. En ellos hay hayas del sur (Nothofagus), muchas variedades de coloridas Cunoniaceae, con flores en tupidos racimos, plantas de flores blancas como la Eucryphia, más conocida como la “madera de cuero de Tasmania”, y nogal silvestre (Árbol Lomatia), por lo que la biodiversidad de hojas marginadas (o de bordes lisos) en los bosques del Paleoceno fue sorprendente.
Curiosamente, los bosques fósiles del Paleoceno en el lado este de la Península Antártica son marcadamente diferentes a los que se encuentran en el lado oeste.
“Los mejor preservados y más diversos macrofósiles de esta región vienen de la Formación Cross Valley, en el Grupo Isla Seymour, que ya había provisto evidencia de climas de temperaturas más cálidas anteriores al máximo térmico del Paleoceno-Eoceno (MTPE, o PETM por sus siglas en inglés)”, explica Tosolini en la presentación de su trabajo.
Las mejores muestras se obtuvieron al este de la península antártica y barren antiguas creencias sobre el origen de algunas especies en Oceanía
Sus hallazgos, conservados en areniscas y limolitas de grano fino, corresponden a una época previa al cambio climático que marcó el fin del Paleoceno y el inicio del período Eoceno, hace 55,8 millones de años. Es decir, cuando la Tierra experimentó climas más cálidos, antes de que se enfriara y aparecieran los casquetes polares.
Además es muy interesante el hallazgo ya que demuestra que muchas especies de plantas que se consideran exclusivas de Australia, son en realidad nativas de América del Sur durante el Paleoceno, como por ejemplo el eucalipto, los icónicos árboles de caucho, entre los cuales se encuentra el común “gomero” y las acacias.
Los restos florales de Gondwana, como los árboles en flor de haya del sur (Nothofagus), las coníferas grandes de tipo kauri y bunya (Araucariaceae) y los pinos ciruelos (Podocarpaceae), son solo algunos de los grupos que se encuentran en los bosques templados fríos y cálidos que hoy vemos crecer en Tasmania, Victoria, Sureste de Australia, en Nueva Zelanda y en la Patagonia, en el sur de América del Sur.