Murió Hebe Uhart. Nos tomó por sorpresa. Tal vez fuese ese algo de infancia que llevaba siempre consigo lo que no nos permitió pensar que también ella podía morirse (dije infancia, no infantilismo: son opuestos). ¿Qué pueden significar una fecha de nacimiento inscripta en la solapa de un libro, una cuenta rápida, un cálculo de edad, en comparación con su manera de estar en el mundo, de ver y de interpretar las cosas?
Ocurrió ahora, y nos tomó por sorpresa. Nos habría tomado igualmente por sorpresa, sin embargo, creo yo, dentro de diez años, de cincuenta o de cien, de ser eso posible (para nosotros). Y no por alguna clase de metafísica sugestión de inmortalidad, no por algún halo de banal trascendencia, sino más bien por lo contrario: una forma tan entera y tan simple de vivir lo que se vivía no parecía dejar lugar a esa cosa tan ampulosa de morirse, a ese asunto tan subrayado de la muerte.
Lo que sus textos (tanto los de ficción como las crónicas) hacían con la realidad del mundo tal vez no respondiera exactamente a la consabida noción de extrañamiento, esa disposición a desfamiliarizar literariamente la percepción cotidiana que definió Victor Shklovski; porque la propia percepción cotidiana estaba en Hebe Uhart ya de por sí desautomatizada, cargada de asombros, cultivada en el desconcierto. Luego ese registro se traspasaba a los textos con una escritura de engañosa naturalidad, con una sencillez solo aparente. El desacople entre sujeto y mundo parecía deberse primero a la inadecuación del sujeto, pero en verdad se resolvía como inadecuación del mundo.
Hebe Uhart, la voz narrativa inigualable
Fogwill afirmaba que Hebe Uhart era la mejor escritora argentina (de paso: ¿por qué será que de las generosidades de Fogwill se habla menos que de sus maldades? ¿Por qué será que halló muchos menos imitadores su generosidad que su maldad, aunque los imitadores de su maldad la imitaran con tanto pifie?). Pero hubo una vez en que Fogwill dijo eso delante de ella, y ella entonces replicó: “¡Dejate de joder!”. Fue tan precisa la réplica como el aserto que la motivaba.
Hebe Uhart fue la misma mientras iba publicando sus textos en editoriales pequeñas, a veces al borde de lo imperceptible, cuando no afloraba todavía la épica de los editores independientes, que al publicarse por caso sus cuentos completos en Alfaguara o sus novelas reunidas en Adriana Hidalgo.
La misma cuando se la reconocía en el culto del boca a boca que en el momento de recibir en Chile el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas; como si en algún punto hubiese estado convencida de que, en un asunto tan de pocos como la literatura, el del boca a boca no es en absoluto un reconocimiento menor: el otro, el de mayor escala, sin el primero puede resultar hasta insustancial.
Uhart dijo, alguna vez, que ella era escritora solamente cuando escribía. Es decir, se definía en la práctica y no en “el ser”; en el hacer y no en el ser
No existían en Hebe Uhart, por lo que sé, jactancias de ninguna índole; pero menos que ninguna existía la jactancia de ser escritor, de ser escritora. Conocemos ese hábito de mostrarse orondos por parte de algunos escritores, sabemos que a los que desisten se los puede hasta acusar de patéticos, se los castiga por negarse a alimentar el mito. Hebe Uhart dijo, alguna vez, que ella era escritora solamente cuando escribía. Es decir, se definía en la práctica y no en “el ser”; en el hacer y no en el ser. Están los escritores full time: los que lo son al caminar, al conversar, al comer, al beber, al vestirse, al carraspear; y están los que, como Hebe Uhart, son escritores al escribir, y el resto del tiempo, en lo demás de la vida, se lo olvidan, no lo impostan.
En Primera persona, el libro de entrevistas que Graciela Speranza publicó en 1995, los escritores aparecen retratados no solo en las conversaciones, sino además en las fotografías de Alejandra López. A Hebe Uhart se la ve (las dos manos que se tocan solamente con la punta de los dedos) en una cocina: entre ollas, hornos, espumaderas. Es una imagen muy auténtica. Porque se habla, por lo común, de “la cocina de los escritores”, para aludir a lo que queda por detrás de la escritura, oculto a las miradas. En el caso de Hebe Uhart, sin embargo, todo eso no estaba por detrás, ni estaba tampoco oculto.