Escribía George Orwell en 1946: “El lenguaje y los escritos políticos son ante todo una defensa de lo indefendible”, explicando que los gestores de la cosa pública –los funcionarios, los gobernantes, los administradores del Estado– recurren a “eufemismos, peticiones de principio y vaguedades oscuras” para evitar argumentos que resultaren “demasiado brutales” a oídos de los ciudadanos. Citaba el ejemplo de la era Stalin en la Unión Soviética, donde las purgas y deportaciones no eran calificadas como tales sino como “cierto recorte de los derechos de la oposición política”. En ese libro, La política en el lenguaje inglés, Orwell decía: “El gran enemigo del lenguaje claro es la falta de sinceridad (…) Cuando hay una brecha entre los objetivos reales y los declarados, se emplean casi instintivamente palabras largas y modismos desgastados, como un pulpo que expulsa tinta para ocultarse”.
No hace falta irse a la Rusia stalinista para hallar ejemplos similares (tal vez no tan extremos): casi no hay territorio o período histórico en el que quienes tienen el poder delegado (o autoasumido, en caso de dictaduras y gobiernos unipersonales) emplean artilugios meramente verbales en sus discursos públicos cuando se trata de explicar el porqué de medidas que afectan a toda o parte de la población. El eufemismo (según la RAE, “manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”) disfraza las intenciones y la praxis al ser impuesta una medida a todas luces injusta porque perjudica a los gobernados, a quienes solo les queda la protesta pública –callejera o no– para oponerse a ella o al menos lograr que sea modificada para morigerar su vigencia.
Por cierto, lo que estoy argumentando tiene que ver con las expresiones escuchadas de boca de funcionarios del más diverso nivel en los últimos días para explicarles a los millones de jubilados por qué se volvió a la inconducta de cambiar las reglas de juego y perjudicar económicamente a la mayoría. En los últimos años –finales del gobierno de Cristina Fernández, el de Mauricio Macri y lo que va de éste– la fórmula de actualización de lo que cobran los jubilados ha cambiado de manera más o menos abrupta media docena de veces, nunca a favor de los “beneficiarios” del régimen previsional. “Te aumento menos que la inflación (aunque se había jurado que la superaría), pero se beneficiarán más los que menos cobran”, es la síntesis de los interminables tediosos, insistentes y reiterativos discursos de los funcionarios, desde el Presidente hacia abajo. Todos parecen haber sido sometidos a un riguroso coaching para exponer el mismo discurso con las mismas palabras y los mismos eufemismos, sin fisuras. Salvo algunas pocas voces de crítica surgidas de algunos sectores del propio gobierno, el mensaje es unívoco y su objetivo el mismo: convencer al pueblo sobre las bondades del ajuste sin mencionar la palabra ajuste, la inevitabilidad de estas medidas duras, y la promesa (una más) de que hay un futuro promisorio si el cinturón se aprieta más. Friedrich Nietzche, citado en el prólogo a la segunda edición de Cómo leer el diario –el manual de estilo de PERFIL– afirmaba que “el hombre es capaz de soportarlo casi todo siempre que encuentre un porqué. Y cuando esa fabricación fracasa se precipita de cabeza en el horror, la locura y la experiencia de la nada”. Es tanta, tan reiterada y con la balanza volcada para el lado de la injusticia, que los argentinos y argentinas parecemos inmunizados contra esa “fabricación”, a la que le damos una y otra vez renovadas certificaciones de esperanza o muestras de infinita paciencia.
Lo reitero una y cien veces: la neurona atenta, estimados lectores de PERFIL.