Ausencia de guerra no significa paz. Martín Buber (1878-1965), el filósofo israelí nacido en Viena y padre de la filosofía del diálogo, basada en el vínculo entre un yo y un tú inconcebibles el uno sin el otro, hacía una precisa distinción entre ambos estados. En la paz, decía, hay entendimiento y armonía entre las partes, las diferencias se integran y generan algo nuevo. En la “no guerra” (como la llamaba), bajo el aparente acuerdo observado en la superficie germinan la iracundia y el resentimiento, nada se ha resuelto, la aceptación está ausente.
Aunque el actual presidente argentino se haya autoproclamado portador de la concordia y profeta del final de la grieta, desde su asunción, el pasado 10 de diciembre, abundaban los indicios de que los enconos seguían tan profundos como vigentes. Desde su propia tribuna y desde los entonces recientes derrotados (con Patricia Bullrich y Miguel Ángel Pichetto a la cabeza) venían los recordatorios.
La irrupción del Covid-19, con su interminable y a menudo confusa secuela de cuarentenas, y la necesidad de justificarlas como gran gesta nacional, dio pie al relato de “Argentina unida” (pocos países y gobiernos producen tantos relatos épicos como los argentinos, siempre destinados a suplantar con la imaginación lo que no se experimenta en la realidad). Un par de fotos con gobernadores oficialistas y opositores, todos urgidos de fondos y dispuestos a fotografiarse para conseguirlos, más algunas reuniones y conferencias de prensa en conjunto con el jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, quien en el fútbol sería un delantero oportunista o un defensor tiempista, contribuyeron al relato que buena parte de la sociedad estuvo dispuesta a aceptar con voluntarismo y miedo (alimentado por mucho sensacionalismo informativo). Así nació cierto clima mundialista, según el cual una vez más seríamos mejores que muchos países del planeta, si no los mejores, a menos que, claro, nos cortaran las piernas. Si alguna vez tuvimos muchísimos menos pobres que Alemania, por qué no habríamos de ser ahora más eficientes y astutos que Suecia en el manejo de la pandemia.
Nuevos enemigos, reales o imaginarios, para poder consolidar a la tropa propia
Mientras tanto, la vacuna contra el coronavirus no aparece y tardará más de lo que se cree (la ciencia seria no se maneja con creencias sino con evidencias) y no será para todos, menos aún para los pobres, sean países o personas. La cifra de contagios no cede, la de muertos mantiene su ritmo y nadie puede explicar con claridad a qué se le llama “pico”, término que parece ser materia de opinión o de fe, y cuánto de plana, chata, aplastada o inerme, y por cuánto tiempo, debe estar la célebre curva, en la que hoy hasta el último ciudadano raso asoma como experto. En esas condiciones la economía se hunde, la psiquis y los bolsillos de las personas entran en crisis, la tensión social se acentúa y la salida del laberinto en el que se entró el 20 de marzo no termina de encontrarse. Allí es donde el estado de “no guerra” buberiano muestra que no era paz, ni concordia ni “Argentina unida”. Era simplemente el letargo de la grieta.
Con el virus instalado para largo, la economía en pedazos y un escenario futuro angustiante, parece haber llegado el momento de ampliación del campo de batalla (para usar un título del ácido novelista francés Michel Houellebecq). Vuelta a la búsqueda de enemigos, reales o imaginarios, para consolidar a la tropa propia y para que no decaiga el ánimo popular. Así, el presidente pacifista salió con los botines de punta contra la ex gobernadora de Buenos Aires, adjudicándole la carencia de los hospitales que en esa provincia nadie hace desde hace decenios (aunque, milagro argentino, se inauguren sin existir). Y en la misma semana se ganó el malestar diplomático, periodístico y ciudadano de Suecia, súbito convidado de piedra a las recurrentes rencillas internas argentinas. Como la creación del enemigo fantasma no es una práctica nueva y resulta una especialidad en las filas del actual oficialismo, es de esperar que aparezcan nuevas confrontaciones y agrietamientos. O, por qué no, que se diga que el Covid-19 es una “pesada herencia”. Y habríamos hallado, por fin, el origen del virus.
*Escritor y periodista.