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Angustia verdadera

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A veces pienso que no miente.

Otras veces pienso que sí, y hasta me lo figuro: reuniéndose primero con los empleados que lo proveen de frases huecas y metáforas elementales, reuniéndose luego con otros empleados (o con los mismos) que le suministran los gestos y los tonos a impostar, y por fin tomándonos a todos un poco por tontos con promesas repetidas de un futuro que nunca llega, en una realidad que no condice.

A veces, sin embargo, pienso que no miente.

No le creo la transparencia, no le creo el sacrificio, no le creo los arrebatos, no le creo la esperanza, no le creo la buena onda, no le creo la intención. Pero sí le creo la angustia. La angustia para mí es verdadera.

Es la angustia del que se hunde, contrariado, al ver que algo no es como él quiere, cuando se lo acostumbró desde siempre (literalmente: desde la cuna; y por la cuna, precisamente) a que las cosas sean como se le antoja. No por sus méritos, claro, no por merecimiento, sino porque el mundo viene hecho para seres como él.

Cuando no, cae en la angustia. Y lo que dice en ese estado, para mí, lo cree en serio. Esas mismas frases huecas, esas mismas promesas sin sustancia, las repite ahora más que nada para sí, para poder creerlas él mismo: que el mundo confía en él, que está haciendo lo correcto, que lo bueno está por venir, que lo malo ya pasó, que el atajo y la tormenta y el río, que no le digan que no le creen porque ya no puede más, no puede más, no puede más.

Aunque al rato, por lo visto, todo eso se le pasa.