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respeto por la vacunación

Bendita seas, pandemia

Expectativa. ¿Y si la vacunación expone la igualdad de los que lo hicieron "en blanco" ante los que la obtuvieron en salto con garrocha?
Expectativa. ¿Y si la vacunación expone la igualdad de los que lo hicieron "en blanco" ante los que la obtuvieron en salto con garrocha? | Télam

Los barbijos se usan de las maneras más ineficaces: colgando de las orejas hasta el comienzo del cuello y dejando libres las naricitas, por ejemplo. Son más los hombres jóvenes que las mujeres quienes adoptan esta moda de “barbijo al desgaire”. Van caminando serios y erguidos como si fueran modelos de acatamiento a las normas. Los barbijos también dejan de cumplir sus funciones en las terrazas y veredas de los bares. 

Los observo todos los días y, no importa cuáles hayan sido las instrucciones que bajan desde el Gobierno, persiste la moda del barbijo canchero. Muchos esperan el subterráneo con el barbijo caído y lo levantan con elegancia hasta la base de la nariz cuando entran al vagón. Los chistosos y los conversadores tienen problemas para mantener el barbijo en su sitio, porque arruina las expresiones del rostro y no permite ni los gestos de complicidad ni la franca carcajada. Si tuviera que responder a una encuesta, diría que en la calle son más las mujeres jóvenes o viejas disciplinadas por el miedo, que los muchachos y hombres hasta los 40. De los 40 para arriba, los hombres tienden a usar sus barbijos según la apropiada moda femenina. 

Fui a vacunarme con el turno correspondiente. Todos éramos gente del común, atendidos de forma simpática

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Comer o beber es incómodo si el comensal tiene que subir y bajar su barbijo cada vez que pega un bocado o se manda un trago. Muchos, demasiados, piensan que cuando llegan los vasos o los sanguchitos, los barbijos quedan abolidos por un rato. No exagero. 
Sin embargo, en otros escenarios, las conductas tienden a moderarse. Voy a dar un ejemplo. Fui a vacunarme, con el turno correspondiente que obtuve en la página del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Los que estábamos en la sede siguieron los mismos pasos legales que yo había seguido, porque figurábamos en la misma lista, elaborada con nuestros envíos a la dirección web indicada. Éramos gente del común, atendida por una organización simpática que parecía respetar a cada uno de nosotros. Al salir, hice un comentario sobre la eficiencia burocrática y el empleado que me acompañaba mencionó a Max Weber.

Muchos vinieron a hablarme de los vacunatorios. Sospechaban que otros no habían cumplido los mismos pasos, como lo mostró ese escándalo que incluyó a algún famoso. Todo el trámite, desde que llegué hasta que me fui, duró poco menos de dos horas. La atención de la burocracia sanitaria de la ciudad de Buenos Aires fue tranquila y rápida.

Alguien se acercó y me dijo, refiriéndose al partido que gobierna la ciudad: Beatriz, ahora vas a aprender a respetarnos. No le prometí un respeto irrestricto, pero le reconocí a mi interlocutora que el orden y la buena onda eran sobresalientes. Le reconocí que todos los que estábamos allí seguramente no les sacábamos la vacuna a otros previamente anotados. Ojalá que esta impresión del miércoles pasado no sea excepcional. Me sentí como si fuera uruguaya o chilena, no una argentina, nacida en un pais de excepciones corruptas y saltos de garrocha.

Una esperanza. ¿Y si las consecuencias de la pandemia no fueran solo enfermedad y muerte? Podría suceder un milagro: que la pandemia haya demostrado que movidas corruptas hechas por personajes omnipotentes fracasaron y, en diez minutos de vacunación obtenida a puro salto de garrocha, alguna gente arriesgó el respeto merecido por sus actos y denuncias pasadas. Quienes estábamos allí para vacunarnos en blanco nos sentíamos iguales (pido el favor de que se interprete la imagen en blanco y no suceda como otras que resultaron tan difíciles de entender como un verso de Góngora). 

Nos alegraba entrar por la misma puerta que los demás y no por recovecos laterales. No invocábamos amistad con ningún ministro ni funcionario y no aceptamos, en el caso de haber sido ofertado, ningún privilegio. 

La combinación de intereses y deberes es conflictiva. Más acá, donde no representa la figura del ventajita

Tales sensaciones fundamentan el tranquilo orgullo de los viejos y más jóvenes que estaban sentados en ese patio a la espera de que los llamaran por su apellido en voz alta. El orgullo no como sentimiento de clase, ni como recompensa a los que se creen importantes, sino el orgullo de respetar reglas que nos igualan. En la incertidumbre y la angustia que produce la pandemia, por fin actuábamos como demócratas. Y quienes no se habían comportado de ese modo eran objeto de burla: “Tan orgulloso e intransigente que parecía y terminó vacunándose cuando todavía no le tocaba”. No había señoras ofreciendo la vacuna, como si esa intromisión en la esfera pública estuviera habilitada por las instituciones o por la fantasía de que la pandemia era nuestro terremoto de San Juan, desastre que marcó el encuentro de Perón y Eva Duarte, que allí mismo comenzó su camino. 

El deber y los intereses. Mi interés era vacunarme cuanto antes. Mi deber era esperar hasta que me tocara el turno. 

La combinación de intereses y deberes es siempre conflictiva. Lograr una relativa síntesis entre ambos es una de las operaciones más difíciles de la ética social. Nuestra historia muestra que no siempre nos ha salido bien. Somos un país que fue representado por la figura del ventajita, es decir del hombre inteligente y rápido, desenvuelto y canchero que “se las sabe todas”. Por suerte, en las condiciones de pandemia, solo algunos pocos se comportaron como el ventajita que dibujó e hizo actuar Dante Quinterno: Isidoro Cañones, el botarate sin principios, el inmortal ventajita.

Los giles son las víctimas preferidas del ventajita. Es tan despectiva la calificación de gil, que durante varias décadas los argentinos piolas prefirieron actuar como ventajitas. Por último, la pandemia nos demostró que era peligroso (a la salud y el buen nombre) ser ventajita para evitar el humillante adjetivo de gil. En nuestro castellano del Rio de la Plata, ser un gil es tan despectivo como ser ladrón o traidor. 

La pandemia obliga a ver la miseria y a evaluar a los funcionarios por su conducta y no por su obediencia a CFK

Una de nuestras expresiones favoritas es “a mí no me van a pasar”. Si ese es el principio rector de nuestra conducta, probablemente aceptemos pasar a los otros, con tal de que no nos pasen. “A mí no me van a pasar” es más argentino que las máximas sanmartinianas o los consejos de Martin Fierro a sus hijos. La convicción de que la mejor defensa es “no dejarse pasar”, tuerce las demás reglas de conducta, porque se opone perfectamente a ser un gil. A esta conjunción de opuestos, el teórico ingles Raymond Williams la llamó “estructura de sentimiento”, es decir una mezcla de pulsiones con tácticas que parecen adecuadas para satisfacerlas. Si la norma es “a mí no me van a pasar”, queda abierto el camino para concluir que todo me está permitido con tal de que “no me pasen”. 

La pandemia ha debilitado esta forma de sentir y razonar. Les fue mal a quienes no se dieron cuenta de que la situación angustiosa de las mayoría no iba a admitir los privilegios de un grupo muy pequeño que pensaba que sus servicios a la patria los habilitaba para cualquier jugada. Insfran, a quien el presidente Fernández considera un amigo, quedó definitivamente desacreditado. Bastaron algunas fotos patéticas de gente estacionada en las rutas de la provincia que gobierna.

Bendita seas, pandemia, porque obligaste a reconocer la miseria incluso a quienes discutían las cifras del Indec. Uno de cada cuatro argentinos es pobre. La mitad de los adolescentes no cursan el secundario y, por lo tanto, quedan disminuidos en el ejercicio de sus derechos. Otra bendición de la pandemia es que ha igualado a los funcionarios, a quienes se evaluará según su conducta y no por su obediencia a Cristina. Se ha vuelto difícil que la nombren a la Vice para legitimar sus acciones. Y esto también anuncia un futuro segundo plano. Por supuesto, la Vice no lo ha perdido todo. Pero quizá Máximo Kirchner haga más honor a la imagen de su padre. Los gritos de Alberto Fernández no fortalecen su autoridad.