La semana pasada, después de la entrevista con Assange en Londres viajé a China, país que resulta una referencia para analizar Cuba y el proceso de apertura desde un sistema gobernado por el Partido Comunista.
Comiendo en la que fue la residencia oficial en Shanghai de una especie de Cristina Kirchner china, Soong May-ling o Madame Chiang, la poderosa esposa de Chiang Kai-shek, el presidente chino hasta el triunfo de Mao en 1949, pregunté si no quedaba nada del espíritu comunista de la China de Mao previo a que su segundo sucesor, Deng Xiaoping, el 21 de febrero de 1992, les dijera a los chinos su célebre fase: “Enriquecerse es glorioso”.
Y volví a escuchar que –todo lo contrario– los chinos son probablemente los habitantes más mercantilistas del mundo, porque la política de un solo hijo por familia hizo que seis adultos –abuelos y padres– depositaran toda su energía en ese único descendiente, cargándolo de un mandato de progreso muy exigente. Y prácticamente todos los que estaban trabajando cuando Mao murió, en 1976, ya están jubilados o también murieron.
Como diría Marguerite Yourcenar, el tiempo es el gran escultor, y así como la casa de Madame Chiang es hoy un restaurante cool con una hermosa vista al río que refleja los rascacielos de Pudong, más imponentes que los de Manhattan, y aun Mao es poco más que una referencia de museo, es probable que el Che Guevara, el argentino internacionalmente más famoso desde los años 70, también vaya pasando a retiro de la memoria contemporánea y su lucha pueda no representar mucho para las generaciones que ingresen a la vida activa tras el fin del embargo a Cuba.
Es evidente que todos los movimientos guerrilleros de Latinoamérica o de Africa, tan populares en los 70, se extinguieron junto con la ex Unión Soviética, que los sustentaba material y simbólicamente. Y que todos los pueblos hermanos de Latinoamérica tuvieron en Cuba algo comparable con lo que en terapia familiar sistémica se denominaría el “objeto enloquecedor”. Otra Cuba generará otra Latinoamérica.
Eso fue lo que pudo haber percibido el papa Francisco, que moviendo una pieza estructurante se mueven todas las demás, modificando la política latinoamericana en su conjunto. Cuando la Unión Soviética aún existía, el comunismo consideraba al populismo una versión no científica del socialismo, algo silvestre adecuado a estas latitudes. Probablemente el papa Francisco haya seguido el ejemplo de Juan Pablo II, que, actuando sobre su Polonia natal, modificó la política de Europa oriental, arrastrando a todos los países comunistas europeos y a la propia Rusia a una democracia occidental y una economía de mercado.
Hace diez años entrevisté a Lech Walesa, el sindicalista que con las tomas de los Astilleros Lenin en Polonia hizo colapsar a la Unión Soviética y luego fue el primer presidente poscomunista de su país. En el reportaje dijo:
—Yo tuve a cargo la huelga de 1970, que perdimos. Los siguientes diez años, tanto en la fábrica como cuando me echaron o en la cárcel, me preguntaba qué había hecho mal.
—¿Qué cambió?
—Entonces sucedió algo inesperado: un polaco es elegido papa. ¡Imagine lo que significaba para este país! Y cuando vino a visitar Polonia, cientos de miles de personas salieron a las calles y todo el mundo comenzó a preguntarse qué estaba pasando, ¿no era Polonia un país comunista? Hasta los dirigentes del Partido Comunista se arrodillaban ante el Papa, muchos se habían olvidado de cómo hacer la señal de la cruz, pero se la hacían. El Papa dijo cosas muy bonitas, como “no tengan miedo” y “cambien la cara del mundo”.
Obviamente, no fue sólo el papa polaco el que hizo caer el Muro de Berlín: también la drástica reducción del precio del petróleo destruía la economía rusa, que, al igual que hoy, dependía de las exportaciones de energía; asimismo, por el rezago tecnológico que sufría la Unión Soviética, que no había podido desarrollar su propio Silicon Valley, iba camino a perder tanto la batalla armamentística como la de su propia economía, pero un papa polaco fue el desencadenante.
Lo mismo sucede hoy con Cuba; no es sólo el efecto disruptor de un papa latinoamericano: también la abrupta caída del precio del petróleo, que destruye la economía de Venezuela, sostén económico de Cuba, obliga a Raúl Castro a acelerar los cambios que ya venía produciendo, como la liberación de la compra de autos y celulares a comienzos de este año, o el anterior con los viajes de cubanos al exterior.
Cuántos años les llevará a los cubanos modernizar su país y con qué grado de éxito lo lograrán es impredecible. En un viaje anterior a China, me tocó de traductor chino-español un cubano que había cursado la universidad en Beijing, algo común tanto en Rusia como en China, por prácticas que quedaron de la época en que compartían el mismo sistema. Aproveché su doble condición para hacerle la pregunta obligada: ¿podría suceder en Cuba una apertura hacia el capitalismo como la que vivieron los países asiáticos comunistas? Interpretando su respuesta, podría decirse que le preocupa que los países católicos no tengan la disciplina de adaptación de los confucianos/budistas, como China o Vietnam, mencionado éste por Obama en su discurso simultáneo con Raúl Castro.
La interpretación de Cristina Kirchner sobre que “tardaron 53 años en darle la razón a Fidel” es idéntica por oposición a la de los viejos exiliados cubanos en Miami, que se oponen a esta decisión de Obama, cuando sus hijos y nietos la toman como algo natural porque, al igual que los hijos únicos chinos de la actual generación, no se enganchan con el pasado.
Probablemente con el kirchnerismo se vaya también la última generación de políticos que quedaron marcados por los 70 simplemente por una cuestión generacional, de la misma forma que en España se superó la grieta alrededor del franquismo por una cuestión vegetativa. Pero hay quienes piensan que el kirchnerismo logró cargar a las generaciones más jóvenes con la mochila del pasado. La modernización, no sólo económica, será el gran desafío del próximo gobierno.