La competitividad industrial está en jaque. La inflación está erosionando uno de los “pilares” del programa económico: a la par de la aceleración de precios, el tipo de cambio real multilateral cayó el 37% en los últimos cinco años, producto de una devaluación nominal del 32% que no alcanzó a compensar una suba de precios internos superior al 135%.
No sorprende que el déficit comercial del sector manufacturero se haya duplicado: pasó de US$ 11 mil millones en 2005 a US$ 23 mil millones en 2010. Sólo la notable suba de los precios de los granos permite disimular el impacto en la balanza comercial agregada: a los precios de 2010, el saldo comercial de este año sería neutro, y con la cotización promedio 2003-2009, el déficit orillaría los US$ 10 mil millones.
No obstante dado que es menos demandante de mano de obra, el “boom” granario no alcanza para compensar la menor dinámica del empleo industrial: hasta principios de 2007, el empleo crecía 5% por cada 10% que se expandía el producto; hoy, la relación cayó al 1,5%. Una causa: el salario promedio en dólares es el 80% superior al del promedio 2004-2008, e inclusive el 6% superior al del último trimestre de 2001 (cuando regía el 1 a 1).
En ese marco, la imposición de licencias no automáticas a 600 posiciones arancelarias, que representan casi el 20% de las importaciones, procura actuar sobre las consecuencias y no sobre las causas.
Más aún, puede ser contraproducente en la medida que, ante la reducción de la oferta agregada, la demanda interna presione más sobre los precios locales, agudizando el círculo vicioso de pérdida de competitividad.
Ahora bien, ¿era evitable la pérdida de competitividad cambiaria? No tan fácilmente. El cuadro que acompaña ésta nota muestra que la apreciación no es fenómeno excluyente de nuestro país. Las monedas de buena parte del mundo en desarrollo experimentan en los últimos años una marcada tendencia ascendente, fruto de dos fuerzas complementarias: una abundante afluencia de capitales en busca de rendimiento ante las bajas tasas de retorno que ofrecen los mercados desarrollados y, más importante aún, una sostenida suba del precio de las commodities.
Al lado. ¿Qué hacen nuestros vecinos? No todos reaccionan de igual manera. Como se observa en el cuadro, las autoridades económicas de la región no son indiferentes al fenómeno de la apreciación cambiaria, sino que, sea con fines mercantilistas o precautorios, aplican políticas monetarias y financieras que buscan contrarrestar este fenómeno. No obstante, no todos apelan a los mismos instrumentos:
◆ Chile: el Banco Central interviene en el mercado de cambios con una regla transparente y explícita (subastas diarias de US$ 50 millones con objeto de que las reservas suban de 13% a 17% del PBI), el Fondo de Estabilización Económica y Social administra US$ 12.500 millones y el Fondo de reserva de pensiones acumula US$ 3.800 millones.
◆ Colombia: el Banco de la República interviene cada vez que el tipo de cambio supera en +/- 5% el promedio móvil de los últimos veinte días, subordinado a la meta inflacionaria.
◆ Brasil: aplica un impuesto a los ingresos de capital. Recientemente dispuso un encaje no remunerado (60%) a la posición “vendida” de los bancos con el objetivo de evitar que se financien en el exterior para prestar internamente en moneda local.
En definitiva, “cada uno se arregla como puede”. Pero más allá de los casos idiosincráicos de cada país, también pueden detectarse patrones comunes en la región:
◆ Todos acumulan reservas (con mayor o menor esterilización de la emisión monetaria).
◆ Todos disponen de flexibilidad cambiaria (excepto Argentina y Venezuela).
◆ No aprecian vía inflación (excepto Argentina y Venezuela).
En definitiva, la Argentina y Venezuela son los únicos que apelan al ajuste vía inflación, estrechamiento de los controles cambiarios y, más recientemente en nuestro país, la imposición de barreras no arancelarias para postergar los efectos de la apreciación sobre la balanza comercial.
En estos niveles de inflación, y visto el fracaso de la estrategia de emisión de pesos para “no dejar caer el tipo de cambio nominal” (el peso argentino fue el que más se apreció en el último lustro), resulta –por lo menos– cuestionable.
Y ello sin considerar las “externalidades negativas” del fenómeno inflacionario: el efecto regresivo sobre la distribución del ingreso, anemia crediticia por falta de ahorro, la incertidumbre sobre los precios relativos que afectará la inversión, la licuación del salario real, amén de la pérdida de competitividad. No hay receta infalible, pero al menos sabemos lo que no hay que hacer.
Ante el mismo contexto internacional de flujo de capitales y precios de commodities, la práctica regional demuestra que existe una estrategia más consistente y alternativa a la apreciación vía inflación.
Quizás el próximo gobierno (sea oficialista u opositor), una vez superado el fragor la contienda electoral, encuentre la oportunidad para diseñar una estrategia más consistente que la resignada apreciación vía “inflación”.
El menú debería incluir la intervención cambiaria a través de un fondo anticíclico fiscal (es cierto, para ello primero habrá que recuperar el superávit genuino perdido en 2009), complementario a la intervención con un mecanismo transparente (montos, objetivos, períodos) y completamente esterilizada que practique el Banco Central a la hora de acumular reservas, una regulación del movimiento de capitales más sofisticada que el régimen actual (Brasil, Israel, Turquía, ofrecen ejemplos recientes), manteniendo las retenciones a las exportaciones agrícolas e incorporando un mecanismo de reembolsos a las exportaciones industriales (que se eliminaría ante una eventual caída del precio de las commodities).