Reconozco que la muerte de un gran editor suele dolerme más que la de un gran autor. A su modo, el gran autor seguirá vivo; si murió a edad avanzada es probable que habría dejado de escribir hace ya tiempo o que se le hubiese descompuesto la máquina de detectar mierda y hubiese pasado los últimos años haciendo comentarios patéticos, abrazando causas vergonzantes o firmando libros ilegibles. Pero en el caso del editor, suele llegar lúcido a sus últimos proyectos, y si los abandonó, por enfermedad, aburrimiento o simplemente por cansancio, nunca nos enteramos. Hay además, en el editor, esa honorabilidad que otorga trabajar en las sombras: raro vez su nombre aparece, y si lo hace es en un agradecimiento de circunstancia al comienzo del libro, cosa que nadie se toma en serio. Como el traductor, su nombre rara vez trasciende (menos que el traductor: el que traduce puede a veces acariciar cierta fama, aunque más no sea viendo su nombre impreso en una portadilla, e incluso, de vez en cuando, en una portada. El editor no conoce ese magro consuelo).
Tal vez es por eso que suelo llorar con más ruido la muerte de los grandes editores que de los grandes autores. El miércoles pasado murió Jorge Lafforgue. Muchas necrológicas le hicieron Justicia (en un gremio como el del libro, tan heterodoxo, heterogéneo y heterótrofo, es difícil encontrar a tanta gente de acuerdo en la apreciación, la calificación y el dolor ante la pérdida de una persona), de modo que no me referiré a las tantas batallas, conquistas y desembarcos gloriosos en su larga carrera. Solo quiero narrar un hecho nimio (para Lafforgue, pero no para mí).
Es raro que un niño cuando le preguntan qué quiere ser cuando sea grande responda: traductor. Es raro porque difícilmente entienda hasta determinada edad de qué se trata ese oficio (hay gente bastante mayor que todavía no lo entiende, y habla de “la maravillosa prosa de Richard Ford” no solo después de haberlo leído en español, sino después de haberlo leído en español en una traducción de Anagrama). Lo que quiero decir es que al igual que como ocurre con otros tantos oficios (nadie dice siendo niño que quiere ser crítico de cine, o periodista de investigación, o ingeniero de sonido), el de oficio de traductor es uno de esos en que se cae, o con el que se tropieza; incluso puede ser un oficio que se impone, o se elige, pero en edad adulta. Cuando Jorge Lafforgue era editor en Losada (hablo de comienzos de los 90), le comenté un día, una noche, que quería traducir algo del italiano. Y lo que ocurrió después es algo que ocurre muchas veces, pero que todo traductor recuerda como único, porque le ocurrió a él. El primer libro traducido siempre está mal traducido. Pueden estar mal traducidos los que siguen, eso es verdad, pero el primero indefectiblemente va a estar mal traducido. Porque así como el autor trata de poner en su primer libro todo lo que sabe y desea, el traductor, en su primera traducción, comete siempre todos los errores posibles. Y eso era algo que Lafforgue sabía. Y aún así, sabiéndolo, me encargó que tradujera El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Y ocurrió lo que acabo de decir: cometí allí todos los errores. Hubo que someter a mi traducción a una serie de correcciones, repasos, revisiones y controles que Lafforgue hubiese podido evitar encargando el trabajo a un traductor profesional. Pero él quería que yo terminase siendo lo que deseaba ser, y ese fue su modo de contribuir a la materialización de mi deseo.
Un día, una noche, se lo agradecí en términos indudables. Pero se rió y cambió de tema.