Una de las razones que me impiden considerar la escritura como un trabajo es haber tenido la mala suerte y la necesidad de trabajar desde pequeño. A mediados de los años 70 no infringía ninguna norma la empresa que contrataba a un menor de edad, de modo que a los 15 años comenzó mi periplo –que más o menos concluyó el día que empecé a trabajar de periodista. Espero que se entienda la ironía, pero la distancia que hay entre estar sentado escribiendo o corrigiendo lo que escriben los demás dista mucho de parecerse a los trabajos agotadores e insólitos que recuerdo haber tenido. Uno de ellos, particularmente agotador aunque no tan insólito, fue en un buque plataforma francés, en el 88, atravesando lentamente el Atlántico. El barco estaba atracado en Hamburgo, y el viaje inicial por el Elba y el Mar del Norte, e incluso a través de Atlántico, donde la población del barco no superaba las cuarenta personas, fue un deleite comparado con lo que vino después, cuando en Río Grande la población ascendió a cuatrocientas almas. Fregar platos puede resultar una actividad cuando se la piensa a escala humana, es decir a escala cotidiana: incluso en las peores circunstancias, bajo las mejores condiciones de abandono, raramente la cantidad de platos puede superar la docena. Pero si se piensa fregar alrededor de mil platos diarios (en un solo turno de ocho horas: la plataforma funciona como una fábrica que nunca cierra, otros dos lavaplatos hacían el mismo trabajo que yo, pero de ellos no tenemos testimonio porque no escriben columnas semanales).
Recordaba esos viejos duros tiempos ayer, cuando me topé con una frase de Agatha Christie. Consideraciones sobre ella. No hay dudas de que la frase es de Agatha Christie, pero ignoro su procedencia. La frase dice así: “Los mejores crímenes para mis novelas se me han ocurrido fregando platos. Fregar los platos convierte a cualquiera en un maníaco homicida.”
No terminé convirtiéndome en un maníaco homicida, pero a fin de cuentas Agatha Christie tampoco –eso creemos. De lo que se trata aquí es de entender las dos ideas principales que Agatha Christie asocia al hecho de fregar platos: la idea de que el trabajo meramente mecánico ayuda a que las ideas fluyan –eso es cierto, yo mismo las he visto fluir. En el breve prólogo a Los trabajos de Hércules la reina del crimen habla de lo delicioso que puede resultar encontrarse con las tareas domésticas hechas sin acordarse de haber hecho nada. Salvedad: Agatha Christie excluye de las tareas hogareñas el cocinar, “porque eso ya es una creación, más divertida que escribir”. Esa es una idea. La otra es la de asociar la realización de un trabajo desagradable como la simiente de la que nacerá el maníaco homicida. Ya sé que exagera, pero al mismo tiempo, detrás de sa exageración hay un bosquejo de verdad, o más que un bosquejo, un garabato de verdad. Todas las ideas homicidas que recuerdo haber tenido, el desenvuelto y plácido deleite en imaginar el asesinato de alguien, con el tiempo suficiente para explayarme en los detalles (donde está Dios, según el arquitecto Mies Van der Rohe), en la logística del asesinato y todos los pormenores pertinentes, fueron fregando platos. Si no lo llevé a cabo (porque todas mis potenciales víctimas eran los marineros bretones), fue por la dificultad de la huida.
De modo que sí, Agatha dice la verdad, o en lo que dice hay algo de verdad. “El fregadero es el lugar más seguro y apropiado para planear una historia”. Eso también es cierto. Casi todas las historias que vengo escribiendo desde 1988 se me ocurrieron en esos tres meses en los que me dediqué a fregar platos.