El artículo 53 de la Constitución –referido al juicio político al Presidente– expresa lo siguiente: Solo ella (la Cámara de Diputados) ejerce el derecho de acusar ante el Senado al Presidente, vicepresidente, al jefe de Gabinete de Ministros, a los Ministros y a los miembros de la Corte Suprema, en las causas de responsabilidad que se intenten contra ellos, por mal desempeño o por delito en el ejercicio de sus funciones; o por crímenes comunes, después de haber conocido de ellos y declarado haber lugar a la formación de causa por la mayoría de dos terceras partes de sus miembros presentes.
Es decir, el mal desempeño o el delito en el ejercicio de sus funciones o crímenes comunes –entendiéndose como crimen una acción indebida o reprensible– son causales de juicio político contra el jefe de Estado.
El decreto 576/2020, que fue promulgado por el profesor de Derecho Alberto Fernández, expresaba en su artículo 29 que, de constatarse la inobservancia de sus disposiciones referidas al distanciamiento social, preventivo y obligatorio o de otras medidas destinadas a la protección de la salud pública en el contexto de la pandemia causada por el covid-19, se procedería “de inmediato a hacer cesar la conducta infractora y se dará actuación a la autoridad competente, en el marco de los artículos 205, 239 y concordantes del Código Penal”.
El artículo 205 del Código Penal establece que “Será reprimido con prisión de seis meses a dos años el que violare las medidas adoptadas por las autoridades competentes, para impedir la introducción o propagación de una epidemia”.
Por su parte, el artículo 239 expresa que “Será reprimido con prisión de quince días a un año, el que resistiere o desobedeciere a un funcionario público en el ejercicio legítimo de sus funciones o a la persona que le prestare asistencia a requerimiento de aquél o en virtud de una obligación legal”.
No quedan dudas de que el Presidente violó una norma por él mismo promulgada. Es decir que incurrió en una acción indebida o reprensible. Por lo tanto, tampoco hay dudas de lo que institucionalmente corresponde hacer de no mediar su renuncia: su destitución a través del juicio político pertinente. Es lo que los legisladores de todos los sectores políticos –incluyendo el oficialismo– tendrían la obligación de hacer, ya que estamos frente a un episodio que está por fuera de toda duda. No solo está la evidencia de la comprobación dada por la foto sino que –si algo faltara– está el reconocimiento del hecho por parte del mismo Alberto Fernández según se vio y se escuchó en su infeliz discurso pronunciado en Olavarría en el ocaso de la tarde del viernes último.
Para tener una idea cabal del significado de la violación a la norma cometida por el jefe de Estado, valga mencionar que, por una conducta exactamente similar, hay miles de personas a las cuales se les ha abierto una causa penal por haber infringido las disposiciones de la larga cuarentena impuesta por el Gobierno a lo largo de la pandemia producida por el covid-19. ¿Debería el Presidente ser exceptuado de este proceso judicial? La respuesta es simple y contundente: no. La apertura de un proceso penal debería incluir también a la Primera Dama, Fabiola Yañez, y a todos los asistentes a la fiesta de celebración de su cumpleaños
Pero hay más. Echarle la culpa a su “querida Fabiola” de lo que pasó en esa noche del 14 de julio pasado fue no solo un acto de poca hombría por parte de AF sino también una falacia. En primer lugar porque no es cierto. El Presidente pudo haber evitado o puesto fin a la reunión. En segundo lugar porque Fabiola Yañez no puede defenderse. Y en tercer lugar porque es algo típico del kirchnerismo: la culpa es siempre del otro o, como en este caso, de otra. Curiosamente, no se escuchó ni a la titular del Inadi, Victoria Donda, ni a la ministra de las Mujeres. Diversidad y Género de la Nación, Elizabeth Gómez Alcorta, emitir reproche alguno contra esta expresión del Presidente o el horrible comentario sobre la pareja de AF realizado por el inefable Aníbal Fernández. La doble moral del kirchnerismo no tiene límites.
Se sabe que todo esto ha generado la furia de Cristina Fernández de Kirchner. “Ella lo hizo Presidente; que no se olvide porque día tras día está dilapidando el rol y el mandato que ella le dio. Es un traspié tras otro y lo que más bronca da es que en ésta no hay forma de ayudarlo” –aseguró una voz calificada del Instituto Patria.
El principio de autoridad incluye un concepto esencial: la credibilidad. De esa credibilidad emana el liderazgo del gobernante. Ese es un rasgo esencial sin el cual el ejercicio del poder se torna no solo dificultoso sino también estéril. Un gobernante puede tener legalidad y legitimidad, pero carecer de liderazgo. La condición esencial para ejercer el liderazgo es la aptitud moral. En el caso de un presidente, esa aptitud moral se ve reflejada en sus acciones y en sus palabras. Es imposible para quien hace de la mentira una parte de su comportamiento consuetudinario lograr el respeto y la consideración que demandan el ejercicio de la autoridad.
Alberto Fernández ha destruido el valor de su palabra. A los que hicieron lo mismo que él –violar las normas de la cuarentena– los descalificó, los amenazó con sanciones penales y los trató sucesivamente de “imbéciles”, “idiotas” y “malas personas”.
El Presidente se ha transformado en un personaje de caricatura. Esto es penoso. Lo grave es que, a su vez, día tras día demuestra ser un mentiroso. “No me preocupa que me mientas, me aterra que nunca más te pueda creer” (Friedrich Nietzsche).
Producción periodística: Santiago Serra