Lo primero que vi de la campaña kirchnerista fue una foto del candidato a presidente respaldado por una inscripción de gran tamaño que decía “Unidxs podemos”. Más allá de que el cartel remite a una alianza populista española (felizmente en caída), el uso del llamado lenguaje inclusivo me produjo un malestar adicional. Me pregunté si, de ganar la fórmula de los Fernández, el castellano adulterado por equis, arrobas y es se iba a volver obligatorio. No vale la pena argumentar aquí contra esa práctica impracticable salvo bajo coacción, que parte de confundir género con sexo y engendra discursos cacofónicos. El verdadero problema con algo tan inviable como la idea de modificar la lengua a patadas, a puro voluntarismo, es que la jerga inclusiva dista de ser incluyente sino todo lo contrario: su objetivo no es visibilizar a las mujeres, a las que el español hace ya visibles en su uso actual, sino fidelizar a los militantes capaces de erotizar los sapos que tragan cada día y, al mismo tiempo, hacerles sentir a los opositores el acoso, la amenaza que produce la repetición de actos que resaltan esa homogeneidad en el pensamiento propia de los totalitarismos, regímenes que hacen del uso impropio pero sistemático de ciertas palabras el símbolo de su poder.
Al lenguaje inclusivo dedica Alejo Schapire un capítulo de La traición progresista, un libro que acaba de aparecer y que leí con la avidez de quien está perdido en el desierto de la corrección política, la lengua inclusiva y otros horrores que empiezan a ser enseñados en las escuelas. Schapire representa la voz de quienes se desencantaron de la izquierda pero no encuentran exactamente su lugar en el mundo. Este es el problema político más profundo del momento actual, signado por una transformación que no pinta nada bien. Cito a Schapire: “El colapso de la Unión Soviética y su modelo llevó a una parte significativa del progresismo a cambiar nuestro sujeto histórico, la clase trabajadora, por las minorías y a abrazar nuevos aliados liberticidas: autócratas, teocracias de Oriente Medio y las identity politics, sepultando de esa manera la promesa de la emancipación universalista. En esta reconfiguración del paisaje ideológico se fortalecieron dos polos iliberales, aplastando juntos cualquier legado de la corriente secular, humanista y antitotalitaria de la izquierda universal”. Schapire vive en Francia y una de sus mayores preocupaciones es el nuevo antisemitismo de izquierda, organizado bajo la excusa de no discriminar a los musulmanes y que lleva a que intelectuales de renombre (y hasta un papa) se nieguen a condenar el atentado contra Charlie Hebdo. El libro enhebra una sucesión de hechos, datos y anécdotas que ponen de manifiesto el grado de absurdo al que ha llevado la teoría de “no hacerle el juego a la derecha”.
Schapire cuenta que mientras los intelectuales progresistas se dedican a prohibirles la palabra a los que no piensan como ellos y les dan su apoyo a los tiranos del mundo entero, una nueva derecha extrema avanza en el mundo, desde Trump hasta Putin pasando por Orban y Le Pen. Schapire sugiere que el progresismo supo ser un pensamiento contra la discriminación y la barbarie. Creo que dejó de serlo mucho antes de transformarse en un conjunto de demagogos peligrosos que hablan con la e.