COLUMNISTAS

Divino tesoro

¡Cuántas discusiones nos depara la literatura! Los autores escriben, y luego polemizan, debaten, se baten, contraatacan, atacan en contra. Todo huele a gran intensidad, a ímpetu arrollador, a energía. Y ya que hablamos de energía, no podemos dejar de mencionar al sujeto energético por excelencia: el joven.

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¡Cuántas discusiones nos depara la literatura! Los autores escriben, y luego polemizan, debaten, se baten, contraatacan, atacan en contra. Todo huele a gran intensidad, a ímpetu arrollador, a energía. Y ya que hablamos de energía, no podemos dejar de mencionar al sujeto energético por excelencia: el joven. Como es sabido, la juventud –como concepto y como experiencia social– toma un giro decisivo en la modernidad. Antes, el niño –o la niña– dejaba de serlo y pasaba, sin transición alguna, a la edad adulta (en ese pasaje se juega la pretensión reaccionaria de los De Narváez y otros: enjuiciar a los menores por sus actos, imprimirles sus obligaciones ante la ley pero sin garantizarles sus derechos básicos, tales como comer, ir a la escuela, etc., punir a los menores y volver así estado a un estado premoderno). Pero a partir de la modernidad, hacia el siglo XVIII, con el romanticismo la juventud gozó de un éxito rotundo: ser joven era una situación específica, una transición que, dejada atrás la niñez, avanzaba plenamente por la adolescencia y la primera juventud, para luego sí llegar a ese estado de responsabilidad caracterizado por el matrimonio y la procreación.

Esta situación se aceleró en el siglo XX. Después de la segunda posguerra, lo joven pasó a ser un target en el consumo masivo. Desde entonces, ser joven es también –y quizás ante todo– una forma de ocupar un nicho de mercado. Y así llegamos, después de este largo rodeo, al comienzo: ¡ah, los escritores jóvenes! ¡Cuánto los envidio! Son todo lo que yo no soy: son jóvenes… son escritores… Y si la literatura moderna se funda sobre el mito de Rimbaud –el joven absoluto–, quien ya había escrito toda su obra maestra a los 17 años, también es cierto que la narrativa conlleva muchas veces un aprendizaje. Primero un cuento breve, luego otro, y así hasta llegar a la forma novela, la campeona moral de las mesas de novedades.

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Variopintos debates se han sucedido en los últimos años sobre diversas antologías de cuentos de escritores jóvenes publicadas tanto por grandes editoriales multinacionales como por pequeños emprendimientos independientes. En esas antologías hay de todo: futuros muy buenos escritores (de hecho, hay al menos un par que ya lo son) y otros olvidables; nombres propios que faltan, otros que notoriamente sobran, y en el medio un larga masa de medianía. Ante todo, son una presentación, un panorama muy general del estado del cuento según una generación. Ni más ni menos que eso (exigirles que sean otra cosa es un error). Es evidente que un cuento o dos no hacen a un escritor, y entonces debatir con virulencia sobre las antologías –como viene ocurriendo últimamente en blogs, revistitas y corrillos– me parece muy poco interesante (el nivel de agravios e insultos en los blogs –ante un viajecito trivial de unos escritores jóvenes, la aparición de algunas de estas antologías en España, o el anecdotario literario– impresiona por su resentimiento. A esta altura, más que indignarlos, la estética del comment debería ser tomada como un síntoma del estado de la discusión cultural). Pero ya que estamos en tema, quisiera recomendar mi antología favorita: 20 nuevos narradores argentinos, compilada por Néstor Sánchez en la editorial Monte Avila. Ah, perdón, acabo de ver el pie de imprenta y leo que el libro es de 1970. No me había dado cuenta… En fin, éstos son los autores incluidos: Briante, Dal Masetto, De Giovanni, Di Paola Levin, Dorra, Esposito, Ford, G. García, Katz, Kohon, Libertella, Mariani, Martelli, Micharvegas, Papastamatiu, Piglia, R. Rodríguez, Romeau, Rozenmacher, Tizziani. Ocurre que la literatura siempre es joven. O quizás al revés: siempre llega tarde.