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El café de la crueldad

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Primero como tragedia y después como farsa. Ni siquiera la memoria de Antonin Artaud se puede salvar de esto. Estoy en la calle en este día de lluvia, vengo del hospital donde está internado mi padre y miro un café vacío que es de esos bares sofisticados donde la carta no se entiende nada y se vende pan y sándwiches raros: es lo que en Berlín llaman un café friendly. El nombre del bar me retrotrajo a una noche muy tarde de mi época de la facultad: yo tenía en el bolsillo una edición de tapa dura de El pesanervios de Antonin Artaud. El café del que estoy hablando se llama como el poeta francés. 

Qué caso curioso es Artaud. Por un lado, da la impresión de que en su figura se refleja algo que no es del todo literario, algo más gestual. Pero lo cierto es que si todavía lo seguimos leyendo o recordando, si todavía tiene una incidencia en nuestras vidas no es solo porque haya un café con su nombre o un disco extraordinario de Spinetta que está hecho bajo su influencia, sino porque escribió. ¿Qué escribió? En principio cartas y poemas. Y también teoría teatral. Artaud dejó una potencia en la metafísica que no puede obviar ni siquiera Jacques Rancière, cuando estudia, por ejemplo, la historia del teatro en ese libro finito llamado El espectador emancipado. Cuando hablamos de teatro hablamos de Artaud vs. Brecht, dos manera de ver a ese acto aurático que es imposible de televisar –como se pretende hacer ahora– sin hacerle perder su esencia. No se puede televisar al teatro y tampoco las clases. Hay algo en la presencia del grupo que se dispone a estudiar que no puede ser suplantado por la virtualidad sin que con ello muera buena parte de la aventura de ser humanos. 

Artaud escribió poemas que parecen mal terminados o que parecen recitados –sin la voz de Artaud de fondo que les da autoridad– para impresionar y hacerse los vanguardistas. Pero el arte de Artaud sigue teniendo potencia precisamente porque no se deja atrapar por la hermenéutica del arte. Él también fue un autor que escribió sus primeros poemas y quiso que se los publicaran. Fue rechazado por Jacques Rivière, que dirigía la Nouvelle Revue Française. Y a partir de ese rechazo, el joven poeta y el editor empezaron una correspondencia intensa, que sí fue publicada. 

A partir de ahí Artaud utilizó el género epistolar para hacer obra. Las cartas de Artaud están inflamadas de diatribas y son –como la de Rodolfo Walsh a la junta militar– un testimonio estético y político ejemplar. El problema es que a Artaud no le gustaba la literatura y soportaba con poca paciencia la dualidad entre el espíritu y el cuerpo. Nadie tiene tanto cuerpo como él en la literatura francesa y le sorprende el materialismo que puede producir una idea, un sentimiento. El espíritu es electricidad y es increíble que la carne pueda producir pensamiento.