COLUMNISTAS
opinión

El hombre al mando

En Capitán de mar y de tierra casi no hay escenas en tierra firme, salvo un par en las bellas y desoladas islas Galápagos.

imagen default
| Cedoc

Netflix acaba de subir a su plataforma Capitán de mar y de tierra, una película de 2003 que nunca había visto y me produjo un tipo de placer cinematográfico que tenía olvidado. El director es Peter Weir, un australiano que puede mostrar una carrera rala y digna. El suyo fue siempre un cine “grande” y hasta un poco pretencioso. En sus comienzos, con películas como La última ola o Picnic en las rocas colgantes, estuvo a punto de hacerle creer al mundo que el cine de su país tenía un futuro promisorio. Luego, ya en Hollywood, tuvo éxitos memorables como La sociedad de los poetas muertos, Testigo en peligro o The Truman Show, ese tipo de películas que crean en el gran público la sensación de que no solo se entretiene sino que además recibe un mensaje. No sé si quedan muchos directores así actualmente, al menos que mantengan el nivel de calidad artesanal y de discreción emocional de Weir. Quiero decir que hoy hay pocas películas masivas para adultos que no sean sentimentales, políticamente correctas, crueles, estúpidas o todo eso junto.  

Capitán de mar y de tierra (Master and Commander) se llama como el primer libro de la veintena de novelas de Patrick O’Brian (1914-2000) cuyo centro son las batallas navales en tiempos de las guerras napoleónicas y cuyos héroes principales son el capitán Jack Aubrey y el médico Stephen Maturin. El relato utiliza momentos de varias de las novelas y procede así al contrario de las series, ya que condensa en vez de expandir y mantiene la consistencia y la tensión. Hace un tiempo hice un intento de leer a O’Brian pero me derrotó la extensión de la obra (es una serie literaria) y la jerga naval. Ante frases como: “Tenía vergas de recambio para el juanete de proa y muchas otras perchas”, pensaba en alguien con sífilis en los pies. En cambio, la película muestra los juanetes, las perchas y otros cientos de partes de una nave sin que uno tenga que saber cómo se llaman. Es una de las ventajas del cine sobre la literatura. Pero Weir hace algo más que comprimir: a diferencia de los libros, la película transcurre dentro del barco que comanda Aubrey. Casi no hay escenas en tierra firme, salvo un par en las bellas y desoladas islas Galápagos. Tampoco se ocupa de los asuntos amorosos o económicos de los protagonistas. Muestra la vida en una de esas peligrosas nueces flotantes, donde la vida cotidiana es un tedio al que solo se sobrevive mediante el abuso de alcohol y está jalonada por batallas espantosas. En ese marco la relación entre Aubrey y Maturin brilla como un interjuego entre el deber, la amistad y la ambición. Como en toda película coherente, hay una correspondencia entre su realización y su tema. Para navegar y combatir con éxito en el mar en esas condiciones hacía falta tanto un comandante experto e inspirado como una tripulación estoica y precisa en cada maniobra. Así es la película, con su virtuoso director y su sofisticada combinación de talentos y tecnología para poder mostrar cómo era la vida hace dos siglos y mantener el humor, el misterio y el sentido de la aventura. El colosal aparato cinematográfico que Weir maneja con la rara solvencia con la que Aubrey maneja su barco se parece mucho a la Armada que dominó los mares durante siglos. Creo que ese es el secreto de Master and Commander.