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El ojo ajeno

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Con pocas cosas, como con las pajitas, se verifica aquella tan lúcida advertencia de Freud, de que “Se empieza por ceder en las palabras y se termina por ceder en la cosa misma”. ¿En qué momento, y bajo qué inaudita sugestión, se dejó de percibir en la pajita su evidente semejanza con el simple yuyo silvestre y se pasó a asociarla en cambio con eso otro: la masturbación? ¿Y en qué momento, bajo qué inaudita sugestión, se impuso el criterio pacato de que, por remitir a la masturbación, esa palabra debía ser pudorosamente eliminada? Su reemplazo por sorbete pareció una nimiedad.

Pero ahora Donald Trump, él nada menos, le dedica algún tiempo al asunto, lanzando con todo éxito una campaña de reivindicación de la pajita de plástico, en contra de la de papel, que se deshace y estropea bebidas, argumentando que el mundo está por cierto colmado de plásticos más ostensibles.

No es que las pajitas me importen, yo soy más de tomar del pico. Pero creo que en este asunto (asunto menor, a todas luces, del que empero se ocupan figuras mayores) se juega una cuestión de otro orden. Trump en esto lo que hace es salir al cruce del ecologismo ñoño (no pretendo que todo lo sea, pero alego que alguno lo es), y de esa forma pone en evidencia un cierto estado de cosas de la política contemporánea.

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Es preciso fortalecer las críticas de izquierda a las tonteras progresistas. Pues por ese flanco, si se lo cede, avanza luego la derecha, aprovechando el descuido. Las tibiezas del reformismo, las moderadas disidencias de la sensibilidad progresista, encuentran en la tradición de izquierda su más severa y más cabal contestación. A la derecha le gusta confundirlas: le gusta porque le conviene. Y el progresismo, al que también le gusta, se deja confundir.

¿A quién, entonces, sino a la izquierda visceral, la tajante, la revolucionaria, toca restablecer la distinción, como quien dice: quítame de ahí esas pajas?