Imposible no volver a mentar el grito de la inolvidable Mafalda, “Paren el mundo, me quiero bajar”, para referirse a la situación económica, política y social planetaria y a la vigencia o amenaza de guerras regionales, civiles y hasta, vaya uno a saber, de un exterminio masivo.Porque de eso se trata ahora. Desde el neolítico, los momentos de gran salto evolutivo en la historia humana conllevaron guerras para acabar en progresos, al menos para los vencedores. El progreso político y social, propiciado por los desarrollos científicos y tecnológicos aplicados a la producción, siempre pagó el precio de conflictos en las relaciones sociales e internacionales. Las guerras en las que acabó cada proceso tuvieron consecuencias cada vez más graves, desde masacres y epidemias hasta radiactividad, al cabo de la II Guerra Mundial. Es paradojal que el progreso humano, para imponerse, deba incurrir en un atraso de humanidad.
No es necesario suscribir al materialismo histórico para verificar esa ley de la evolución humana; basta una foto de cada caso y la comparación de similitudes y diferencias. Otra cosa es cómo se entiende el fenómeno, pero más allá de las posibles diversas interpretaciones y de qué experiencias se extraen, lo que importa ahora es tomar conciencia de que esta vez, si se cumple la regla, el precio será el exterminio masivo y la inhabitabilidad del planeta. Esto último aun sin guerra atómica, química y/o bacteriológica. El cambio climático no precisa hoy de guerras para acelerarse y constituir una amenaza concreta.
Llamamos capitalismo al modo de producción, distribución y consumo al que la humanidad ha llegado, al margen de los diversos sistemas políticos que lo rigen. Global, el capitalismo de hoy no solo lleva en sí un fenomenal progreso, sino incluso la semilla de su propio fin. Por un lado, sería insensato negar que la ciencia y la tecnología no solo abren las puertas sino hacen posible, por primera vez, un razonable confort nutricional, habitacional, educativo, etc., para toda la humanidad. En el plano político, la consulta democrática directa, la educación masiva, serían hoy posibles. Un mundo en paz y razonablemente feliz es hoy una aspiración razonable, ya que la ciencia ha dado con el modo de producir cada vez más rápida y eficazmente los medios de subsistencia humana.
Pero por primera vez lo hace con cada vez menos necesidad del recurso humano en el sistema de producción. Los ejemplos son infinitos, pero baste decir que en pocos años el sistema no tendrá ya necesidad de conductores de transporte de ningún tipo; taxistas, camioneros, hasta en el transporte privado. Los niños irán a la escuela en el coche que mamá o papá programan y controlan desde casa.
De allí la crisis económica internacional, que no habrá de resolverse sin un cambio en el modo de distribución de la ganancia capitalista, que en tiempos pasados creaba y expandía mercados de consumo y ahora los reduce. La oferta es globalmente superior a la demanda, lo que no implica que no haya mercados necesitados de todo tipo de bienes, sino que sus ingresos se reducen o desaparecen. La crisis está hoy en el corazón del sistema. Las economías de Estados Unidos y Alemania, hasta hace unos meses florecientes, decrecen; también la china. Kristalina Georgieva, la nueva directora gerenta del FMI, advirtió apenas asumir sobre una desaceleración económica este año “en el 90% de los países del mundo” (Télam, 8-10-19).
A ningún ciudadano bien informado hay que detallarle los peligros de la situación política internacional, regional o nacional a lo que esto viene llevando. Basta mentar a un Donald Trump con el dedo sobre el botón nuclear de la primera potencia mundial, o a Bolsonaro delirando en Brasil.
En lugar de usarlo, esta vez habrá que encontrar el modo de apagar el polvorín del progreso. Nos va la vida, literalmente; o una vida atroz para los que vayan sobreviviendo.
*Periodista y escritor.