”No pude, no quise o no supe”, fue la amarga frase plena de humidad y realismo con que el expresidente Raúl Alfonsín recordaba sus convulsionados años de vuelta a la normalidad democrática. Invocaba la ética de la responsabilidad de Max Weber ante las acusaciones de haber claudicado contra el levantamiento carapintada de 1987. Pero nunca pudo reconocer que su gestión, bisagra ineludible la restauración republicana, no encontró la fórmula para hacer sustentable fu formulación de política económica. Pasaron más de 36 años y la pandemia le brindará al gobierno de Alberto Fernández de resetear una economía castigada como tantas otras por las cuarentenas obligatorias pero sumida en la tormenta perfecta por su debilidad previa.
En todo este lapso, la economía argentina tuvo momentos más o menos prolongados de estabilidad, de crecimiento y de mejora en los indicadores sociales, pero nunca se dieron al mismo tiempo en forma sostenible, como ahora le gusta recordar al ministro Martín Guzmán. Ya antes del 19 de marzo, el Poder Ejecutivo ordenó no tratar el presupuesto para este año, volviendo a la vieja costumbre de hacer una autopsia en lugar de una prevención, porque se decía que no se podía prever una consistencia fiscal previo a un arreglo con los bonistas externos. Pero la contradicción en que incurrió el ministro, como encargado presidencial de arreglar lo que se considera, aún hoy, como una mochila imposible de llevar, fue que en su primera oferta rechazada en los hechos por más del 85% de los acreedores, no había pagos externos previstos a este sector durante toda la gestión Fernández-Fernández (el orden de los factores tampoco altera este producto).
Aun descontando un final feliz de las negociaciones y la cuarentena XL con la que la zona responsable de la mitad del PBI del país terminará paralizando su producción por al menos cuatro meses, el Gobierno deberá confeccionar un presupuesto para lo que queda del año. Pero sobre todo tendrá la posibilidad y la obligación de someter a discusión las bases para el del próximo año, que se supone no tendrá al Covid-19 como protagonista. Será el momento en que muchas de las “ideas locas”, las atajadas de penales y resoluciones urgentes tendrán posibilidad de compatibilizarse con una nueva normalidad. Algunas, incluso, exceden el marco legal actual y deberían aspirar a una reforma institucional más adelante, para hacerlo coherente con el principio de imperio del derecho.
Muchos slogans más útiles para la dialéctica tuitera que para el ejercicio del poder deberían encontrar su formulación concreta. ¿Qué implica la opción por “un Estado presente”: la anulación de la iniciativa de los ciudadanos en todos los campos, sólo en el aspecto económico o una mezcla “inteligente”? ¿Cómo se establecen las prioridades entre todos los objetivos que deberá atender? ¿Cómo se distribuirán los recursos, más escasos que de costumbre, generados por una economía que no crece hace una década, entre las provincias y la Nación? ¿Cómo se paliarán la situación de los nuevos pobres, que alcanzarían un nuevo récord para fin de año? ¿Qué impuestos, a qué tasa y a quiénes se cobrará? ¿Cómo se alentará la reactivación de los sectores apagados durante las cuarentenas? ¿Qué se prevé como recursos financieros para el Estado, pero también para recapitalizar los bancos oficiales, castigados como todos durante la pandemia?
El ejercicio de contestar estas preguntas tiene la particularidad que el proceso de deliberación es más relevante que su conclusión. Implica poner en blanco sobre negro lo que se quiere y cómo se hará en una sociedad que fue vaciando de contenido las arengas cívicas y enalteciendo los gestos concretos. Casi una exigencia para todo aquel que decida su vida a la noble tarea de la política en un país que hace medio siglo busca y no encuentra escapar del estancamiento económico y el deterioro social, con todo lo que ello acarrea. Sin ser maximalistas, basta con acordar políticas realistas y sustentables en el largo plazo con el compromiso de los participantes, escuchando, discutiendo, explicando y responsabilizándose por los resultados. Haciendo política en su mejor versión.