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Necesidades y urgencias

El ranking de los que gobernaron por decreto lo lideran Chávez y Cardoso

Un recorrido no sólo histórico sino geográfico sobre los gobiernos que más apelaron a los DNUs (o sus análogos). Además de populismos y fascismos, en la lista también figuran Aznar y Dilma.

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La lengua rusa, de la que estamos tan separados incluso por el alfabeto, nos ha dejado sin embargo, algunas palabras cotidianas. “Soviet”, por ejemplo, o “bolchevique”: la revolución rusa fue por tantos años un faro luminoso. Luego está la literatura y sus nombres (Raskólnikov, a la cabeza), y más tarde, con la decadencia, vendrán las tenistas. Hay algo en el ruso que recuerda las hipótesis de Fontanarrosa sobre las malas palabras: algo en su dureza, en sus esdrújulas, que nos resulta atractivo, posiblemente, por su distancia. Concedamos que “naródniky”, por ejemplo, suena mucho mejor que “populista”.

Una de esas palabras más o menos cotidianeizadas es “úkase” o “ukase” (siempre prefiero las esdrújulas rusas): el decretazo. Según las fuentes, tiene una antigüedad de siete siglos y era el nombre que se le puso a los decretazos salvajes de los zares, aunque los expertos en rusología afirman que Putin no está muy distante de esas prácticas. Desde ya, el decreto no es un invento ruso ni zarista: algún nombre había que ponerle a aquello que no era una ley, antes de que se inventaran los congresos y parlamentos. La palabra tiene origen latino (“decretum”) incluso en su versión inglesa (“decree”) y los romanos lo usaban mientras inventaban, al mismo tiempo, la palabra ley (“lex”).

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Incluso, parece haber en el origen romano una buena muestra de los riesgos de la práctica: la “Lex Titia” del Senado romano, del año 44 AC, reconoció al Triunvirato que sucedió a Julio César a su muerte y le concedió el poder de gobernar por decreto. Por supuesto, eso condujo al final de la República romana, que no sería muy democrática que digamos, pero al menos no era una monarquía absoluta.

Si partimos de la base de que la invención de los parlamentos se basaba en imponer límites a los poderes absolutos de los monarcas –y luego a la capacidad ejecutiva de los presidentes–, ese gesto suicida del Senado romano sería apenas un antecedente de tantos otros: cada vez que una Legislatura más o menos democrática concede poderes ejecutivos a un presidente o gobernador, suele obtener consecuencias espantosas. Después de todo, entre esos antecedentes está Italia en 1922, Alemania en 1933 o España en 1936; y Francia en 1940, con el Mariscal Pétain, pero luego también en 1958, con De Gaulle. O más reciente y cercanamente, Venezuela en 2007, que le concedió a Chávez 18 meses de gobierno por decreto.

En última instancia, todo se reduce, como bien le hace decir Lewis Carroll a Humpty Dumpty, a decidir quién manda. El invento moderno de la separación de poderes pretende equilibrar esa capacidad: pero la disputa inagotable por el poder que está en la base de cualquier sociedad vuelve a ese equilibrio algo profundamente inestable. En general, las constituciones modernas, republicanas o monárquicas pero parlamentarias, permiten que los ejecutivos “legislen” en circunstancias extraordinarias, pero allí apenas comienza la discusión: qué es “extraordinario”, “necesario” o “urgente”, donde la discusión no se vuelve filológica sino, crasamente, política. Y todas, además, proponen algún tipo de control parlamentario: es decir, que el Ejecutivo pueda excepcionalmente legislar no impide que el Legislativo –o incluso el Judicial– pueda enmendarle la plana.

En todos lados se cuecen habas. Hasta en el mundo “serio” y “desarrollado”, fuente de toda razón y justicia, este debate es continuo. En regímenes parlamentarios, como los europeos, o en presidencialismos como el norteamericano, el juego del decreto ­–y su contraparte necesaria, el veto, que viene del latín “yo prohíbo”– es tan divertido como en sus versiones criollas.

Un buen caso para ver esto es una monarquía parlamentaria, la más joven de Europa, como la española, que decidió copiar para su Constitución todos los mecanismos que ya existían en sus contrapartes continentales. Los reyes, como es sabido, no sirven para gran cosa más que para protocolo y cacería de elefantes. Sin embargo, los españoles insisten en llamar “reales decretos” a la potestad legislativa del Ejecutivo, que está obligado a enviarlos al Parlamento para su tratamiento y aprobación. Claro: al ser regímenes parlamentarios, se descuenta que los primeros ministros (el Ejecutivo) tienen el control más o menos adecuado del Congreso (el Legislativo), en tanto son electos por los diputados. Pero eso no los priva de conflictos. En 2002, el Pepe Aznar, uno de los ídolos de Mauricio Macri, reformó por decreto el sistema de contratos de trabajo, iniciando el desmantelamiento del Estado de Bienestar “socialista” y obteniendo, como respuesta, su primer paro general. Por supuesto, consiguió aprobación legislativa: pero cinco años después, el decreto fue declarado inconstitucional por el Tribunal Supremo (cuando ya era inútil). En 2014, el nuevo primer ministro conservador Mariano Rajoy (otro ídolo macrista, aunque de capa caída) hizo aprobar un Real Decreto-Ley de Medidas Urgentes para el Crecimiento, la Competitividad y la Eficiencia: cuarenta y siete (47) medidas que modificaban veintiséis (26) leyes, y lo hizo pasar por el Parlamento a libro cerrado. Los gritos de la oposición aún resuenan en las Cortes.

En los Estados Unidos presidencialistas, las “Ordenes Ejecutivas” están sometidas a controles muy complejos y cruzados del Legislativo y el Judicial. Franklin Roosevelt parece haber sido el campeón del decreto; más de 3.500, aunque, reconozcámoslo, en trece años. La capacidad del Congreso de controlar al Ejecutivo es enorme: todos recordamos el cierre burocrático del Estado impuesto por los republicanos a Bill Clinton en 1995-1996, ya que éste se negaba a aceptar el presupuesto votado por un Congreso opositor. Más potente que las órdenes ejecutivas son los vetos presidenciales a las disposiciones legislativas: sólo para hablar de los últimos presidentes, Bush padre usó el veto 17 veces, Clinton 37 y Bush hijo 44. Obama hasta ahora ha sido bastante parco, aunque el contexto de un Congreso duramente dominado por los republicanos –un Congreso reaccionario hasta el exceso– permite prever novedades en sus próximos y últimos dos años, especialmente en temas migratorios y de control de armas, que buena falta les hacen.

El caso más original de los controles cruzados entre legislativos y ejecutivos lo tienen, por lejos, los belgas. En 1990, el Parlamento sancionó una ley de despenalización del aborto. Pero la Constitución belga exige que el rey firme todas las leyes y Balduino, entonces rey y católico de aquéllos, se negó a firmarla. La solución fue fantástica: Balduino abdicó, el Consejo de Ministros asumió la Regencia y firmó la ley; al día siguiente, el Parlamento declaró rey nuevamente a Balduino.

Y en mi casa, a calderadas. En América Latina, donde no ha quedado un solo rey, las constituciones tienden a reproducir el criterio de los controles cruzados, así como la potestad legislativa excepcional del Ejecutivo. Los nombres pueden ser variados: uno sonoro es el “Decreto de Insistencia” de los chilenos, que faculta al Ejecutivo a “insistir” en una medida cuestionada por el Contralor General de la República. Por supuesto, como venimos diciendo, la interpretación política es lo que vale: un crítico acérrimo de los Decretos de Insistencia de Salvador Allende reivindicaba que Pinochet no los usaba –aunque Pinochet, como es bien sabido, no solía tener muchos controles democráticos.

Un caso peculiar es el brasileño. Según algunos analistas, la Constitución de 1988 tuvo un sesgo parlamentarista, lo que los llevó a fortalecer las potestades del Congreso. Pero el sistema de partidos brasileño es tan caótico y móvil que eso produjo, antes que controles cruzados, un caos permanente: recordemos que la “borocotización”, como se llamó en la Argentina al pasaje de un diputado electo por un partido a otra bancada luego del caso de Borocotó en 2005, es en Brasil la norma. Lo cierto es que el Ejecutivo puede dictar decretos sobre sus áreas de incumbencia y “Medidas Provisórias” (en portugués) sobre aspectos legislativos: pero en ambos casos el Congreso puede y debe intervenir, regido por el artículo 62 de la Constitución. En 2014, por ejemplo, un decreto de Dilma Roussef creó el Sistema Nacional de Participación Social, reglando la posibilidad de intervención de los organismos de la sociedad civil en distintos aspectos de la vida política. La oposición acusó a Dilma de golpista, de instalar un “comisariato soviético”, de imitar a las “protodictaduras de Bolivia, Ecuador y Nicaragua”; inmediatamente, el Congreso vetó el proyecto, con el apoyo del PMDB…aliado del gobierno petista.

Sin embargo, el ataque autoritario contra el petismo por parte de los “tucanos” (PSDB) y sus aliados olvida minuciosamente mencionar que el presidente que con más holgura utilizó el mecanismo de la “Medida Provisória” fue justamente el tucano Fernando Henrique Cardoso, quien emitió 5.400 en sus ocho años de gobierno. Al lado suyo, Macri es por ahora un parlamentarista sueco. Pero siempre puede superarse a sí mismo.

* Doctor en Sociología, Profesor de la UBA e Investigador Principal del Conicet.