De la Rúa no fue De la Rúa. Como todos los presidentes, él también fue la representación de una alianza social que llegó al poder a través de su persona. Y la suya fue la misma red socioeconómica que en las últimas décadas se reflejó políticamente en el radicalismo: sectores medios, profesionales, comerciantes, sectores del campo, más liberales en los centros urbanos y más conservadores en el interior.
Es razonable corporizar en quien ocupa la presidencia, los éxitos y fracasos de un gobierno. Pero más allá de la importancia que pueda tener quien gerencia, existe una influencia profunda de los factores sociales que cada mandatario representa y que le dan sustento. Es el verdadero poder detrás del poder.
Parecido diferente. En la Argentina, desde el surgimiento del peronismo, los sectores medios reflejados en el radicalismo no lograron consolidar una alianza con las condiciones necesarias para mantenerse en el poder y llevar adelante un plan de gobierno. Ninguno de sus representantes pudo concluir su mandato.
El ex presidente fallecido esta semana no fracasó porque se vio inmerso en un caso de corrupción, como las coimas del Senado. Menem y los Kirchner atravesaron decenas y tuvieron años de crecimiento y otros de crisis, además de concluir sus presidencias a término.
Tampoco fracasó porque Tinelli se burlara de él o porque la mayoría de los medios (siempre al final de la gestión) lo cuestionaran: de nuevo los ejemplos de presidentes peronistas que pasaron por situaciones similares.
De la Rúa fracasó porque las alianzas que reúnen mayoritariamente a los sectores medios, a lo largo de la historia se mostraron endebles para soportar las presiones de los otros grupos en pugna.
De la Rúa representó a sectores sin el poder suficiente para conseguir consenso para salir de la convertibilidad. Y fracasó porque intentó aplicar el clásico antikeynesiano de escapar de las recesiones con ajuste, sin el apoyo social necesario para llevar adelante esa política, al margen de lo acertado o errado que pudiera estar.
El radical se pareció a Macri en su filosofía monetarista y en su falta de éxito al aplicarla. Pero uno duró dos años en el poder y el otro es el primer presidente no peronista que terminará su mandato.
Habrá múltiples explicaciones de por qué ningún radical pudo concluir su presidencia y alguien como Macri (que integra una coalición electoral con el radicalismo) sí lo logró. La principal es la distinta base social en la que se asienta su poder.
Inédito hasta 2015, ahora se vuelven a enfrentar dos alianzas policlasistas que se espejan en MM y CFK.
Anti De la Rúa. Esa es la novedad que trajo el macrismo a la política nacional. Su líder llegó al poder corporizando a sectores que cruzan las distintas clases sociales. Compartiendo con el radicalismo a las capas medias (en parte por el acuerdo electoral que tienen), pero también avanzando sobre los sectores altos e, incluso, sobre los de menores recursos. Representando a los desencantados y a los que nunca estuvieron encantados con la política y los partidos tradicionales, a liberales, profesionales independientes, conservadores tradicionalistas, a militantes proaborto, new age y a los pañuelos celestes.
Macri encarna a una alianza policlasista atípica, más compleja que la del peronismo y mucho más que la del radicalismo. Los resultados económicos de su administración no afectaron por igual a sus representados. Y para una porción no son tan importantes esos resultados sino la diferencia de estilo con los K, la obra pública, la integración con el mundo, el antichavismo o el cuidado de las formas institucionales.
El otro aspecto que lo diferencia de las alianzas radicales es que Macri no es un profesional de clase media o media alta como lo fueron Illia, Alfonsín o De la Rúa, en el que se podían ver espejados los sectores medios. Es un ingeniero heredero de una de las grandes fortunas nacionales (aunque su declaración jurada hoy no refleje tamaña riqueza). Nunca tuvo participación en un partido tradicional, pero cuando se definió políticamente se dijo peronista y menemista, aunque en los últimos años prefirió no recordarlo, más allá de algunos elogios a Perón. Y fue presidente del club de fútbol más popular: los éxitos deportivos que consiguió también lo acercaron a sectores a los que, como hijo de Franco, no hubiera podido llegar.
Macri es un anti De la Rúa en muchos sentidos. Por su formación, su posmodernidad, su práctica agnóstica, su liberalismo cultural. A De la Rúa, al igual que a Cristina, no se le pasó por la cabeza abrir el debate por el aborto, polemizar con el Papa o “limpiar” de malas ondas el despacho presidencial.
Cada alianza funciona como un país con sus clases sociales y en pie de guerra con el otro. Es la grieta a sanar.
Poder y lobby. A diferencia de presidentes como De la Rúa, Macri contó con otros sectores de apoyo y poder de lobby, que representan a esa alianza social distinta. Fueron cámaras empresariales, medios y periodistas, sectores sindicales (como al principio Moyano) y hasta grupos piqueteros que, si bien no adhirieron, estuvieron de facto dentro de esa alianza a fuerza de negociaciones y dinero.
Además, contó con el acompañamiento y el financiamiento de un mundo que teme el regreso de Cristina: al igual que en el mercado interno, también hacia afuera abonó con éxito la idea de grieta nacional.
También tuvo a favor la herida histórica que dejó la violenta salida de De la Rúa del poder, como una vacuna que inmunizó a la sociedad. Y tuvo a favor a un peronismo no kirchnerista (encabezado por Pichetto y el Frente Renovador), que supo tomar nota de que esta vez la historia no debía ser igual.
Así, en estas elecciones se vuelve a repetir el cruce, hasta 2015 inédito, entre dos alianzas policlasistas, que se espejan en Macri y Cristina. Se verá entonces si la crisis de estos años modificó sus conformaciones sociales y cuál de estas alianzas alcanzará la mayoría.
Cada una funciona sociopolíticamente como un país aparte, con sus sectores altos, medios y bajos. Son dos países que se sienten en guerra entre ellos y, de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo, se dedicaron a cavar una grieta. Las últimas encuestas muestran que los políticos de cada lado fueron exitosos en construirse como opciones excluyentes, hasta capaces de alimentarse de los símbolos antigrieta de una tercera alternativa.
Dos sociedades. Lo positivo es que volverán a competir dos modelos que, ahora se sabe, garantizan gobernabilidad. Un logro módico, pero que antes no estaba asegurado.
Pero lo verdaderamente positivo sería que de los gestos y discursos antigrieta que se enuncian en campaña se pase a la acción en serio.
No hay un país que funcione bien cuando en su interior conviven dos sociedades en guerra. Que siempre ven fantasmas del otro lado del vidrio, sin darse cuenta de que se trata de un espejo.
Cualquiera sea el ganador, debería entender que parte de la crisis se la debemos a esta grieta que nos hace desconfiar del otro. Y desconfiar del otro es desconfiar del futuro, porque el otro simboliza la amenaza permanente.
Quien invierte está dispuesto a resignar un beneficio inmediato, pero solo lo hará si supone que obtendrá un beneficio futuro. Para eso debe creer que hay futuro.
Tender puentes entre ambos países es entender que no habrá crecimiento sin confianza.
Las consecuencias otra vez serán económicas.
Pero la responsabilidad será siempre política.