La lengua es de los hablantes”, solía decir Darío Villanueva, quien fue director de la Real Academia Española hasta hace un par de años. Pero lo cierto es que a los hablantes los tranquiliza saber que la Academia convalida los usos que ellos hacen de la lengua que les pertenece.
El tratamiento de “vos”, que nos distingue a los rioplatenses aun cuando existe en la mayoría de los países de América Latina –incluso, quizá más fuertemente que aquí, en algunas zonas de Centroamérica–, tiene una larga historia. Historia que viene desde la época de la conquista.
Como digo, el voseo llegó a nuestro continente con los conquistadores. Consistía en una forma de tratamiento generalizada, que a poco de la conquista empezó a ser reemplazada en la península española por la forma “tú”. La moda del “tú” –importada desde España– prendió en las zonas de la América de habla hispana más respetuosas de la monarquía. Algo que (se sabe) no fue propio de estos lares, bastante periféricos (no quiero con esto herir ninguna susceptibilidad) cuando se habla de alta realeza.
Lo cierto es que, si bien el uso de “tú” no se instaló en el habla de quienes vivían por aquí, la prescripción hizo ingentes esfuerzos por instaurarlo. Solo a modo de ejemplo, durante varias décadas del siglo XX, el Consejo Nacional de Educación exigió a los maestros el tratamiento de “tú” para con los alumnos. Y las “Instrucciones para las Estaciones de Radiodifusión” que el gobierno emitió en 1943 demandaban la evitación de expresiones como “salí”, “andá”, “traé”. Esto es, demandaban la evitación de expresiones voseantes.
Pero, puesto que la lengua es de los hablantes, las reglamentaciones no resultaron efectivas para desalentar el uso del voseo. Como consecuencia, en 1982, la Academia Argentina de Letras recomendó (que eso hacen las academias, no legislar) el uso del voseo como forma culta en todo el territorio de la República Argentina. Y tranquilizó así a muchos hablantes, que vieron ese uso convalidado por la autoridad.
En su alocución de la apertura de sesiones ordinarias el pasado 1° de marzo, nuestro presidente anunció que enviará prontamente al Congreso un proyecto de ley de interrupción voluntaria del embarazo que legalice el aborto en el período inicial del embarazo –es decir, cuando se trata de la etapa embrionaria de la gestación–. Con buen tino, Alberto Fernández hace foco en la ineficacia de una ley que pretendió desanimar la práctica del aborto.
En efecto, los artículos 85 y 86 del Código Penal castigan desde 1921 a las mujeres que abortan y a quienes las ayudan a abortar. Sin embargo, como dice Fernández en ese discurso, cien años más tarde, la ley se sigue mostrando ineficaz para disuadir a las personas involucradas en el tema.
En sus palabras, “la existencia de la amenaza penal no solo ha sido ineficiente, demostrando que el devenir social transcurre más allá de la misma norma. También ha condenado a muchas mujeres, generalmente de escasos recursos, a recurrir a prácticas abortivas en la más absoluta clandestinidad, poniendo en riesgo su salud y a veces su vida misma”. Porque, también en sus palabras, “el aborto sucede”.
Así como la Academia debió rendirse a la realidad de que la lengua es de los hablantes y de que los hablantes argentinos usamos “vos” como trato de cercanía y familiaridad para con nuestros interlocutores, parece sensato que los y las legisladoras se rindan ante la realidad de que el aborto soslaya la ley y ocurre de todos modos. Y que se definan por legislarlo (que no recomendarlo), junto con el apoyo definitivo a un programa inteligente de educación para prevenir el embarazo no deseado.
Tal vez sea esa una de las mejores respuestas que se pueden dar en nuestro tiempo a algunos males sociales que nos aquejan. Y la manera de tranquilizar a ciudadanas honestas que merecen tener dominio de su cuerpo y conocimiento para ejercerlo.
*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.