”¡Quién en 2020 no es usuario –o usuaria– de los emoticones y de los emojis!”. Eso parece decir la Fundación del español urgente (Fundéu) al elegir a los emoticones y los emojis como “la” palabra de 2019.
Pero vayamos por partes. Los emoticones (término que proviene de la aglutinación de emotion y icon, o sea, ícono que representa la emoción) son esas caritas amarillas con sonrisas, con gestos de duda o de sorpresa, que también se vienen representando desde fines de los 90 con los caracteres del teclado y que pueden exigir una lectura con la cabeza a 90 grados hacia la izquierda. Los emojis (cuyo nombre proviene del japonés e, “imagen”, y moji, “carácter”), por su lado, exceden el universo de los rostros para representar objetos y situaciones con dibujos bastante convencionales.
Mientras los emoticones son herederos directos de los smileys, las setentosas caritas de la amistad, los emojis fueron creados por Shigetaka Kurita, empleado de una compañía de telecomunicaciones que buscaba atraer a los jóvenes. Es evidente que el uso de unos y de otros se generalizó, soslayando diferencias etarias: algunos adultos comentan que los prefieren a las palabras escritas, pues evitan con ellos digitar muchas teclas.
Sus funciones, desde luego, no se reducen a la comodidad. La investigación muestra que se recurre a ellos con el fin de reforzar lo que dice el texto verbal, de complementarlo, de agregar el tono que le falta a la escritura, de sumar humor al enunciado, de acercarse al interlocutor. Y, quizá por encima de todo eso, de construir una imagen propia descontracturada, actualizada y jovial.
Los emojis y los emoticones no están exentos, sin embargo, de ambigüedad. Frente a los que resultan muy descifrables (como la carita de “horror” en dos colores, con ojos y boca muy abiertos y las manos a los lados de la boca, casi un escorzo del famoso cuadro El grito del noruego Edvard Munch), están los crípticos. Tal es el caso del que llaman smirk, una cara con sonrisita altanera de costado, que puede representar incluso disgusto leve. Y que es confundida muchas veces con la carita de aburrimiento.
Hay otros, como digo, que ni siquiera son caritas. Desde el dibujo de la mano con el pulgar levantado para afirmar que está todo bien (leído por los más jóvenes como una fría señal de distanciamiento), hasta la berenjena y el durazno, que han admitido connotaciones sexuales.
Cabe recordar aquí que, en 2015, el Diccionario Oxford eligió la “cara que ríe hasta las lágrimas” (o LOL, por “laugh out loud”, la sigla que la distingue en inglés) como palabra del año. Es decir que la Fundéu no ha sido tan original. Pero, claro está, ellos tienen sus razones para tomar esta decisión.
Es que, en el mundo global en el que nos movemos, no parece estar de más un lenguaje internacional que facilite la comunicación, que salte la barrera de los dialectos e incluso de las lenguas. Tal vez, reeditando lo que Umberto Eco pensaba en 1998 (“En el futuro próximo, cada uno hablará su propia lengua y comprenderá la de los demás”), los emoticones y los emojis vienen a constituir un idioma universal que simplifica los intercambios discursivos.
Verdaderos representantes de lo que puede llamarse discurso híbrido –un crossover entre la escritura y la oralidad–, en fin, es muy probable que los emoticones y los emojis sean apenas la punta de un iceberg cognitivo que recién está aflorando. Y que, así como la escritura afecta las profundidades de la psique y hace que la estructura de pensamiento de un sujeto alfabetizado sea distinta de la de un analfabeto –esto lo dice, entre otros, Walter Ong–, los modos de pensar de quienes han crecido con este tipo de discursos sean diferentes de los de quienes tuvimos una educación en la era analógica.
Si esos nuevos modos de pensar son más abiertos, más inclusivos, más tolerantes, más dialoguistas, hasta puede pasar que estén viniendo tiempos mejores. Quién le dice.
*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.