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El voyeurista de segundo grado

Paul Theroux tiene los modos de un inglés cínico, una especie de Evelyn Waugh. Eso sí, con menos humor.

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La semana pasada tuve en esta columna un ataque ferroviario y todavía no se me pasó. Hasta contemplo la posibilidad de pasar el aislamiento que el Gobierno sugiere a los mayores de 65 leyendo libros y viendo películas sobre trenes. Esta jornada, que puede hacerse interminable, empezó por un libro que no terminé.

Nunca había leído a Paul Theroux, aunque sí a su menos conocido hermano Alexander, autor de los espléndidos Colores primarios y Colores secundarios que aquí publicó La Bestia Equilátera. El gran bazar del ferrocarril es la obra más famosa de Paul y narra un viaje que el autor hizo en 1973 entre Londres y Tokio “subiéndose a todos los trenes que encontró”. Theroux nació en Estados Unidos en 1941, pero entonces se había mudado a Inglaterra después de una turbulenta estadía en Africa. Su estilo, ya sea en los trenes lentos como los rápidos, pasa por la velocidad de la escritura y su tono es reconocible en cada página: un deseo compulsivo de seguir viaje combinado con un notorio desprecio por los seres humanos, especialmente los que se encuentra en el camino y con la excepción de algunos escritores famosos. Theroux tiene los modos de un inglés cínico, una especie de Evelyn Waugh con menos humor. Así y todo, el ritmo invita a acompañarlo en su periplo que arranca en un decaído Orient Express hasta Turquía, para continuar por Irán, Afganistán, Pakistán y la India, antes de recorrer países como Birmania, Tailandia, Camboya y China, llegar a Japón y emprender la vuelta utilizando el Transiberiano. Pero me bajé en Bombay, cuando apenas había recorrido una tercera parte del trayecto, un poco harto de sus aires de superioridad, de sus encadenadas y desdeñosas descripciones sobre la miseria circundante. De todos modos, cuando alcanza los picos más altos de su arrogancia, Theroux puede ser divertido: “Afganistán es un asco. Hasta los hippies han empezado a encontrarlo intolerable. La comida huele mal, el viajar por allí es siempre incómodo y a veces peligroso y los afganos son holgazanes, indolentes y violentos”. (Y eso que todavía no habían llegado las últimas guerras).

Por eso no descarto volver a subirme al expreso de Theroux. Es más, me dio mucha curiosidad otro libro suyo, escrito treinta años más tarde y que se llama: Tren fantasma a la estrella de Oriente. Tras las huellas de “El gran bazar del ferrocarril”. Como indica el título, se trata de una visita, treinta y cinco años más tarde, cuando Theroux tenía 66 años, a algunos escenarios del bazar. Tengo frente a mí el comienzo en inglés, que traduzco de este modo chapucero: “Se suele pensar que los viajeros son intrépidos, pero nuestro secreto culpable es que viajar es uno de los modos más perezosos de pasar el tiempo. (...) El viajero es el más amarrete de los voyeuristas románticos y en alguna parte oculta de su personalidad hay un inaprensible nudo de vanidad, presunción y mitomanía que bordea lo patológico. Es por eso que la peor pesadilla del viajero no es la policía secreta ni la malaria, sino la posibilidad de encontrarse con otro viajero”. La confesión suena sincera. Pero entonces, ¿por qué leemos a un autista que nada nos ofrece con generosidad. Tal vez porque el lector en cuarentena es una criatura aun más egoísta, el voyeurista de segundo grado.

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