El fútbol es un gran negocio. Un negocio globalizado que mueve miles de millones de dólares alrededor del mundo. Sin embargo, el fútbol argentino posee algunas particularidades que lo diferencian del resto. El objetivo de estas líneas es colocar el foco en el rol del espectador del fútbol argentino, como elemento notable. Un rol que se ha deformado y permitido una resignificación descabellada.
En rigor de verdad, el público es el marco. Pero no hay que perder de vista que la pintura está dentro. El marco podrá ser útil, mas nunca podrá superar la belleza del contenido. No obstante, reconozco que es muy cruel manifestarle a aquel muchacho que espera con ansias el día domingo y que considera que su presencia en el estadio es imprescindible, que nunca será protagonista. Deberá conformarse con ser espectador en el sentido literal de la palabra, porque ése es su destino. Messi o Maradona siempre serán dignos de admiración, aun cuando no exista un espectador festejando cada jugada e insultando ante cada error o viceversa, mientras deglute vorazmente una hamburguesa. La particularidad vernácula de trasladar el espectáculo hacia afuera y de comenzar a otorgar un rol preponderante al espectador es una clara muestra de la decadencia del espectáculo.
Una decadencia caracterizada por una creciente pobreza en el juego, por una infraestructura anticuada, por controles policiales temerarios que no logran dominar la inseguridad reinante, por la dificultad de adquirir una entrada, por la voracidad televisiva que programa un partido un lunes a la tarde en un día laborable, por cifras contractuales que deben maquillarse porque ruborizan hasta a los propios beneficiarios y por la complicidad con las mafias, evidenciada desde el pago de un trapito hasta el imbécil festejo cuando arriban los hinchas caracterizados. O la asociación ilícita, para ser menos elegante.
¿Quién en su sano juicio podría soportar algo así? Y la primera respuesta que ronda mi cabeza es: alguien que cree que debe hacerlo, que debe cumplir responsablemente ese deber. Alguien que ama incondicionalmente. Alguien que no observa que utilizan su pasión con fines espurios y netamente comerciales.
En conclusión, alguien vilmente manipulado por el sistema. Ahora: ¿cómo caracterizar a este sistema complementando su papel de victimario? El modo más sencillo es describirlo como una runfla integrada por elementos de la política, las fuerzas de seguridad y la delincuencia, en un entramado tan complejo que cuesta diferenciar a uno del otro. Un ménage à trois con una evidente finalidad indecorosa. Estos estamentos son los verdaderos parásitos que viven en el almohadón de plumas, si me permiten la referencia quiroguiana. Los verdaderos beneficiarios de los réditos que brinda el amor del hincha y su oriental paciencia. Claro está que estos vivillos los usan. Y tampoco debe soslayarse que, en las relaciones signadas por el amor, muchas veces aquel que ama se deja usar. Pero no menos cierto es que el amor, frecuentemente, se erosiona. Y cuando ese amor se termina, permite que aquellas miserias que estaban escondidas salgan a la luz. Pero también permite renacer. Los hechos acaecidos el jueves 14 de mayo de 2015 entre Boca y River podrían posibilitar el desamor mencionado. Un desamor que aparejará dolor pero brindará noción de realidad.
El fútbol sin su marco, es decir la presencia de los espectadores en el estadio, continuaría siendo fútbol. Lamentablemente, no somos tan importantes. Sin embargo, somos imprescindibles para fomentar el negocio de los parásitos. Muchas veces desde la candidez, otras desde la ignorancia, en ocasiones desde la complicidad e incluso desde la connivencia. Allí radica la trampa. Una férrea marca que deberemos sortear. Una finta posible. El fútbol es sano, noble, puro, una de las cosas bonitas de nuestra vida. Pero esto que observamos no es fútbol. Esto es otra cosa.
*Abogado. Ex director del Registro de Precursores.