Los disfraces se han usado a lo largo de la historia. A veces con fines lúdicos, como en los carnavales; con propósitos delictivos o con ideas de supervivencia, como los que visten el uniforme del enemigo para escapar.
Lo concreto es que el disfraz oculta algo, lleva el intento de que algo o alguien resulte disimulado.
La acción de disfrazarse es remota, los romanos lo hacían en las fiestas saturnales en el siglo II a.C., un antecedente del carnaval.
El anonimato que surge del disfraz permite, en algunos casos, dar escape a ocultos deseos, al insulto, a la broma y la crítica.
El disfraz logra, al menos por instantes, que el esclavo se convierta en noble o el acaudalado en pordiosero.
En una fiesta de disfraces genera cierto resentimiento colectivo aquel que por todo disfraz lleva solo un par de anteojos y es una réplica exacta de sí mismo. La idea del disfraz es ser otro.
La literatura, el teatro y el cine están plagados de historias de disfraces. Es posible que el relato más difundido sea el de Caperucita roja, en donde el lobo se disfraza de abuelita con propósitos malignos. Pero en un rápido ejercicio de memoria tenemos El hombre de la máscara de hierro, Que Dios se lo pague, El gato con botas, It, los asesinos de varias películas de terror, Misión imposible, La casa de papel, solo por citar algunos.
El disfraz de Papá Noel se multiplica durante la Navidad, e incluso el caballo de Troya representa un disfraz monumental.
Los actores pueden disfrazarse en la representación de un papel, los ladrones para un hurto, los espías, los que buscan cumplir fantasías.
Hay sutiles formas de disfraz, los que plagian se disfrazan del autor al que le roban (Cyrano de Bergerac), los mentirosos disfrazan la verdad.
Las redes sociales pueden facilitar disfraces que encubran desde el grooming y la pedofilia hasta insultadores seriales que se ocultan en personalidades falsas, disfrazando su resentimiento y sus frustraciones.
Para hacer una síntesis hasta acá, lo que pretende tapar cada disfraz es la realidad, en definitiva la realidad es sometida una y otra vez al disfraz. Puede llevar el camuflaje de los números, se puede ocultar en el artificio de las palabras o utilizar la careta del disimulo. Pobre realidad.
En estos días de precandidaturas y de pesca de votantes en las peceras ajenas, vemos algunos disfraces que se deshilachan por su ordinariez. Aparecen los que se ponen el traje del enojo para asustar y obtener un cargo más; los que aprovechan las caretas del arrepentimiento y bondad para convencernos de que han cambiado; los que se enmascaran de antigrietas y no hacen más que derretir el maquillaje en sus propias discusiones y recurrentes divisiones.
Varios políticos se disfrazan de actores y actrices, emplean las pantallas, los teatros, los reportajes, los actos para colocarse el disfraz que convenga frente a un electorado, paradójicamente, saturado de ficciones. No nos quejemos después si se dan una vuelta por la política los actores de verdad o los animadores. Ellos se encuentran en mejores condiciones de ponerse frente a un papel y representarlo.
Mientras tanto, entre tan variado y colorido ropaje, entre máscaras y cosméticos, los problemas del país, de la población, están esperando por las propuestas y las respuestas.
Las cartas parecen echadas, los candidatos se van perfilando y, como en una fiesta de disfraces, sabemos que los que ostentan el mejor disfraz son los que tienen más para ocultar.
*Secretario general de la Asociación del Personal de los Organismos de Control (APOC) y secretario general de la Organización de Trabajadores Radicales (OTR-Capital).