Cómo está la Argentina después de un primer mes del nuevo gobierno? Bastante bien, gracias. Algunos esperaban algo más parecido a un ajuste catastrófico, y no sucedió. Los precios subieron, pero no galopando; el dólar no se disparó como podía temerse; el clima social no tomó temperatura. Hay problemas, cierto; pero ¿cuándo no los hay? Hace semanas que el país está pendiente de la saga de tres prófugos de alta peligrosidad; un año atrás fue Nisman, no es nuevo que la política se vea salpicada cada tanto con casos de perfil policíaco novelesco. Los ruidos políticos que salen desde el espacio de la oposición peronista casi no se oyen, y por ahora no son más serios que algunos que surgen desde dentro de la misma coalición gobernante. No hay nada nuevo en eso.
Este diálogo imaginario podría perfectamente tener lugar en cualquier calle de Buenos Aires si uno formula esa pregunta, al pasar y al acaso, a cualquier persona que se cruza. La mayor parte respondería algo así. Brotes opositores fuertes, acciones manifiestas de núcleos de resistencia no se han producido masivamente. En Jujuy, por caso, Milagro Sala ofrece resistencia al gobierno provincial; las señales hasta ahora sugieren que la dirigente de Tupac Amaru ha ido quedando bastante aislada. Algunos referentes del kirchnerismo protagonizan acciones que producen ruido y generan tanto molestias al Gobierno como divisiones internas en su propio espacio. La sociedad está tranquila y mantiene un crédito de confianza que el gobierno nacional deberá aprovechar mientras esté vigente, porque no se sabe cuándo vencerá; pero por ahora lo tiene.
Una encuesta de Grupo de Opinión Pública realizada a fines de diciembre en el Area Metropolitana de Buenos Aires le pone números elocuentes a la situación. La confianza en el Gobierno es sustancialmente alta; las expectativas, razonablemente buenas. Muestra una sociedad que no está alarmada y que, además, no piensa que hay razones para estarlo. La percepción dominante no es la de un país al borde del abismo, sino la de un país con problemas difíciles en busca de soluciones. Los dirigentes con mejor imagen son los referentes del gobierno nacional, Macri, Michetti (y Vidal, explicable en una muestra bonaerense) y Daniel Scioli, quien no parece haber sufrido desgaste y mantiene su buena imagen. Leyendo esos números se concluye que el humor social es el mismo que orientó el voto meses atrás y que lo que la sociedad está esperando y lo que el Gobierno le está ofreciendo van en sintonía; Macri y Scioli siguen siendo sus referentes.
Preocupados. Las cosas son más amargas en la mirada de algunos observadores informados. Hay quienes ven a la Argentina en una situación realmente crítica, con mal pronóstico, y hay también quienes expresan preocupación porque no ven al Gobierno transmitiendo mensajes sobre la gravedad de esa situación. Cierto, desde el Gobierno se emiten algunos mensajes alarmistas, y hay funcionarios que tienden a responsabilizar a las administraciones anteriores –la nacional y las provinciales– de haber dejado todo mucho peor de lo que se suponía; pero son los menos. Allí hay involucradas dos cuestiones diferentes: si es tácticamente conveniente echarles la culpa a los que ya se fueron, y si es realmente el caso que las nuevas autoridades ignoraban cómo estaban realmente las cosas. Lo primero podría ser contraproducente, es discutible; lo segundo implica ingenuidad o improvisación. Tal vez por eso, en términos generales, en el Gobierno prevalece un clima de mayor tranquilidad y de confianza en que el enfoque gradualista que le es propio bastará para ir encarrilando la situación pagando menos costos políticos que si se intentan correcciones bruscas.
La oposición massista colabora y procura, a cambio, mayor visibilidad y protagonismo. El peronismo enfrenta un desafío más complejo que debería culminar, en algún momento, en su reorganización. Por ahora son visibles distintas fuerzas centrífugas. Era esperable: el liderazgo K está debilitado y no hay razón para imaginar que pueda fortalecerse, excepto en la eventualidad de un fracaso estrepitoso del Gobierno. Frente a los anuncios de una pronta reaparición de la ex presidenta en las lides políticas activas, se va delineando una corriente que procura encarnar un peronismo orientado a la gestión antes que al relato. Ese podría ser un elemento crucial en un cambio del clima de la cultura política en el país.
Apostar en política a que todo vaya mal para obtener ventajas sólo tiene algún sentido para quien no tiene nada que perder. El peronismo de las provincias y los municipios necesita pagar sueldos; está más proclive a buscar arreglos que a hacer críticas. Con los temas candentes del narcotráfico y las fuerzas de seguridad, son muchos quienes parecen más urgidos por poner las barbas en remojo que por cosechar réditos políticos fáciles. Arreglar esta Argentina desestructurada es una prioridad para la mayor parte de los sectores políticos y sociales.
En ese contexto, el gobierno de Macri está en su salsa. No necesariamente porque en su paso por el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires haya exhibido condiciones excepcionales de buen gestor, sino porque es un gobierno que lleva en su ADN un sentido de la política más orientado a gestionar lo público que a proponer objetivos épicos para la sociedad.
Este mundo donde las ideologías dominantes están cediendo el lugar a sociedades fragmentadas, donde los electorados buscan respuestas a las amenazas devastadoras y las propuestas destructivas que asolan en muchos lugares, es un mundo con el cual el nuevo gobierno argentino sintoniza mejor. El caso de España lo ilustra bien: una sociedad tradicionalmente bipartidaria se atomiza en cuatro o cinco fuerzas políticas de paridades bastante similares y se prepara para aceptar que sólo alguna coalición, alguna combinatoria entre esas parcialidades podrá gobernarla.
Es un mundo que cuadra al estilo del nuevo gobierno argentino. Está plagado de problemas complejísimos, pero no hay respuestas ideológicas predefinidas a esos problemas; las respuestas hay que buscarlas y encontrarlas en cada circunstancia. Tiempos de gestionar.