Empezamos a cansarnos de la gubernamentabilidad historicista, que justifica sus acciones en el pasado, llámese “tierra arrasada” o “herencia recibida”. Al Sr. Macri no le toleramos ni una sola vez que justificara en la década previa sus dislates. No creo que sea el momento de cambiar de criterio.
Es imposible historiar el presente sin haberlo abandonado previamente. Dentro de treinta años alguien se atreverá a trazar el cuadro de los procesos por los que atravesamos en este primer quinto de siglo y habrá querellas sobre cómo entender las palabras y los números que surjan de los archivos (antes polvorientos, hoy luminiscentes).
Lo que nos importa no es el pasado que fue (irremediablemente) sino el futuro: ¿cómo llegaremos al final de la década del 20, qué hipótesis podemos formular para el lugar en el mundo de nuestra descendencia? ¿Tiene Argentina algún destino diferente de la decadencia?
Parte de mi familia se ha abocado a la gestión de nacionalidades dobles, adecuadas para una huida intempestiva, lo que no parece ser un buen augurio. Sé de artistas (cuya decisión no apruebo) que ya han abrazado la bandera paraguaya.
Independientemente de las razones económicas, que pueden ser comprensibles (más o menos), lo que alimenta esa fantasía global de vivir en cualquier parte es la angustia ante la ausencia de un proyecto un poco más concreto que abstracciones como “justicia”, “solidaridad”, “derechos”, que son principios tan obvios que no alcanzan para marcar ningún rumbo de mediano plazo.
Ya sé que la delicadeza de la hora implica inventos para engañar a los acreedores, pero al margen de esas opacas negociaciones de las que participo sin algarabía a través de los portales de noticias, no me molestaría un poco de futuro, aunque no se trate de la “cornucopia de sentidos” con la que Beatriz Sarlo definió en su momento a la era alfonsinista. ¿Podemos discutir “una que sepamos todos”?.