Y me llegó el día y me convertí en un viejo mendigo. Viajo a Chicago, en encomienda laboral. La Universidad de Northwestern se hace cargo de mis gastos. Me dicen que van a reintegrarme todos los dólares, incluido el taxi del aeropuerto y los desayunos (no incluidos en la reserva de hotel que tan gentilmente realizaron en mi nombre). De pronto me doy cuenta de que al pagar las comidas, el transporte, sabe Dios qué imprevisto farmacéutico, todo me saldrá un 30% más caro, que la universidad no va a reconocer porque ellos son tan inocentes como yo de la laberíntica política cambiaria que rige en la Argentina.
Podría rendir algún gasto a través de mi cuenta de investigación, pero no creo que ese 30% pueda pasar los rigurosos controles y las auditorías de las universidades criollas.
No tengo ropa para el frío extremo de los lagos de Illinois. Una colega que trabaja allí me promete que va a poner a disposición mía una campera de su padre.
Me dirán que no debo quejarme en un país donde mucha gente pasa hambre, y aclaro que no lo estoy haciendo. Sencillamente informo las condiciones en que se desarrollará nuestro trabajo en el futuro inmediato: habrá que mendigar para obtener lo que nadie puede aquí, en “tierra arrasada”, garantizarnos.
Mientras escribo esto, mi madre me interrumpe para interrogarme severamente por su jubilación: ¿por qué cobrará en enero menos que el mes pasado? Por el aguinaldo, le digo. Y le digo más: vas a cobrar cada vez menos, porque para vos no hay bono porque no cobrás la mínima.