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Cuento de Navidad

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Vimos El ascenso de Skywalker con la melancolía de las cosas cumplidas. Desde siempre, era una cita obligada con mis hijos, creo que a partir de El regreso del Jedi (antes ellos no existían). “Es la última película que vemos juntos”, dije. Sobre todo porque yo ya no voy al cine sino muy excepcionalmente y porque dudo que alguna otra película alcance a concitar nuestra unánime atención, que ni el amor más tenaz (el de mi yerno por mi hija) consiguió resquebrajar. De hecho, él se sumó a esta última aventura, e incluso posó para la foto de rigor con una remera de Star Wars que le llevamos especialmente.

Disfrutamos de esta última entrega, sobre todo por la inteligencia con la que J.J. Abrams resolvió los ofensivos desatinos perpetrados por Rian Johnson en El último Jedi.

Desde el comienzo, la película nos arrebató en su vértigo narrativo y su intensidad emocional. Como todos, queríamos saber quién cuernos era Rey y cómo encajaba en la familia trágica de los Skywalker. La solución urdida por J.J.Abrams podrá resultar un poco forzada, pero era la única posible.

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Quedamos conformes con la doble filiación (la biológica y la autopercibida) y con las pequeñas arbitrariedades que los guionistas y el director se permitieron (los caballos espaciales, esas cosas).

Estaba cifrada, en ese final, gran parte de nuestras vidas (en el caso de mis hijos: su vida entera), de modo que temblábamos de ansiedad en nuestras butacas. Una amiga, que estaba en otro cine a la misma hora que nosotros, nos dijo que lloró una hora de continuo.

Ahora nos toca decidir qué haremos con el grupo de WhatsApp del que participamos desde hace años, donde hay incluso dos benjaminianos recalcitrantes que no quisieron sumarse al culto.

Mi hija propuso echarlos del grupo. Yo no sé si vale la pena continuarlo. The Mandalorian es una serie extraordinaria, pero su épica es menor.

Juana, mi nieta, heredará un imperio de recuerdos.