Estalló el verano y el macedoniofernandismo floreció en una explosión tan vívida que no dejaba ver bien a la distancia. Los diarios insistían en señalar que lo que el Sr. Fernández pretendía unir, la Sra. Fernández lo dividía. O viceversa, en un fragor espiralado que anulaba causas y efectos: lo que Fernández separaba lo juntaba Fernández.
Para peor, durante la semana que ya termina cinco mil líneas de colectivos se declararon en huelga y dos “facciones” (cito por la prensa burguesa) se enfrentaron en la sede de la UTA, cuyo secretario general, el Sr. Roberto Fernández, no aprobó la medida de fuerza impulsada por el delegado opositor Walter Fernández. Mientras el enfrentamiento crecía y se multiplicaban los heridos, el Sr. Fernández (¡pero cuál!) se refugió en los techos y dijo: “Es mi vida o la de ellos”.
Pero no: es la vida de todos y cualquiera. Eso es el macedoniofernandismo: el continuo viviente.
Macedonio Fernández (1874-1962) escribió hacia 1927, junto con algunos amigos, los capítulos de una novela que nunca fue terminada, El hombre que será presidente, con dos intrigas contrapuestas: las curiosas gestiones de Macedonio para ser presidente de la República, por un lado; por el otro, la conspiración urdida por una secta de millonarios neurasténicos y tal vez locos, para lograr el mismo fin.
Como se sabe, el macedonismo alcanzó a Borges, a Piglia, a Horacio González, quien se refirió a ese proyecto como una “fábula anarquista-economicista-biologista”.
El macedoniofernandismo llegó más lejos: alcanzó a Cinthia Fernández, que decidió (sigo citando a la prensa burguesa) un profundo cambio que incluyó corte y tintura, alcanzó a la periodista Mariela Fernández (“¡Ahí voy de nuevo!”), alcanzó a la Fernández Fierro, que lanzó una nueva versión de un viejo tema: “¿Dónde hay un mango, che Fernández?” y me alcanzó a mi, que empecé a pensar al autor del Martín Fierro como José Fernández.