Estábamos en interregno. El monarca saliente promulgaba ridículas ordenanzas regias, se dedicaba a triquiñuelas baratas con sus bufones y sus ministros y jugaba al golf para no pensar en las miserias que dejaba.
La corte entrante estaba formada por una alianza coyuntural entre el orden feudal y el orden despótico, pero confiábamos en la diplomacia del monarca futuro para limitar la capacidad de movimientos de la madre de los dragones e, incluso, para evitar su muerte a mano de los caudillos del norte.
Como vivíamos un tiempo de nadie, nos enredábamos en discusiones sobre lo que pasaba en otros reinos. El mismo orden que aquí se deshacía como un castillo de arena era acribillado a pedradas, palazos y falsas balas de goma detrás de las montañas. Tardaron casi treinta años, los de aquel lado, en rebelarse y revelar al mundo que no estaban dispuestos a acatar el yugo constitucional creado por un asesino usurpador del trono que todavía muchos años después de su muerte seguía teniendo simpatizantes, incluso en las mesas a las que ocasionalmente nos invitaban. Un día, una nimiedad casi inconsecuente encendió la mecha de la revuelta y la capital de ese reino de pesadilla ardió sin que hiciera falta la intervención de dragonantes.
Más al norte, en los reinos ecuatorianos y los ducados caribeños, la situación era la misma: sublevaciones, huelgas generales, reuniones en la plaza pública. El rey moreno quiso agregar nafta al fuego y se topó con la llamarada de furia de sus súbditos.
Lo peor sucedió en los reinos lacustres, cuando el monarca cocalero quiso extender su señorío más allá de lo que las normas se lo permitían. Hubo descontento entre sus súbditos, que los rancios sectores independentistas de la Media Luna, cuyo fascismo confesional había sido puesto a prueba durante los quince años previos, aprovecharon para desatar un proceso destituyente que obligó al rey a abdicar (su cabeza estaba amenazada). Para nuestra alarma, la progresía local y global casi quema en la plaza pública a la bruja mayor de todos los reinos por haber osado señalar en nombre de las mujeres, la selva y los indígenas, algunos errores y defectos del depuesto.
Si en ese momento nos asustó la pérdida de la dimensión crítica e histórica, algunos días después nos dominó el terror: en la capital del mundo, el rey tramposo se puso en pie de guerra contra los reinos mercosureños porque devaluábamos adrede nuestra moneda.