CULTURA
Ataque cultural

A 45 años del saqueo al Museo Nacional de Bellas Artes: la noche de Navidad, la brutal cacería de inocentes y el negocio del arte robado

El mayor golpe al patrimonio artístico del país ocurrió durante la última dictadura cívico-militar y expuso un entramado de negligencia y represión. Se produjo el del saqueo de 16 pinturas impresionistas y 7 piezas de arte oriental. Gran parte del botín aún permanece desaparecido.

El robo al Museo Nacional Bellas Artes
Hoy, tres de esas pinturas cuelgan nuevamente en la planta baja del Museo Nacional Bellas Artes | Chat GPT

La noche del 25 de diciembre de 1980, la ciudad de Buenos Aires estaba caliente y pegajosa, típica Navidad porteña, con la ciudad dormida y la dictadura a punto de cederle el poder a Roberto Viola. A pasos de la Avenida del Libertador, el Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA) se mostraba tranquilo, con los pasillos de andamios y polvo por las refacciones en el segundo piso. Irónicamente, en un país donde "nadie podía moverse sin ser visto", entre calles vacías, vecinos tirando fuegos artificiales y descorchando la sidra, aquel desorden sería la cobertura perfecta para lo impensable.

Adentro, dos hombres se preparaban para pasar una guardia que, imaginaban, sería solo una anécdota de trabajo. Eusebio Eguía, el sereno, y Anselmo Ceballos, un bombero de la Policía Federal que hacía guardia permanente, compartieron su última cena de paz en la cocina del primer subsuelo: pollo al carbón, ensalada y el brindis reglamentario con sidra y vino. Hay algo profundamente melancólico en imaginar a esos dos hombres jugando cartas para "matar el tiempo", sin saber que el tiempo, en realidad, estaba trabajando para otros.

Durante su ronda por la planta baja de la 1:30 de la madrugada confirmó que "todo estaba en orden". A partir de ese momento, Eguía se acomodó en una silla en la mayordomía, frente a la puerta principal y Ceballos bajó a su catre en el subsuelo. El museo quedó protegido solo por sus sueños y una alarma vieja que, esa noche, decidió no sonar.

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El robo millonario al Museo Nacional de Bellas Artes
Obras de artistas como Matisse, Renoir, Cézanne y Gauguin, valiosas en millones de dólares, desaparecieron
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El caso permanece sin resolver completamente, con hipótesis sobre su uso para financiar armas o actividades ilícitas

Cerca de las cuatro de la mañana, un olor ácido despertó a Eguía. No era el perfume de las flores de Recoleta, sino plástico quemado. Al abrir los ojos, vio una nube gris que se arrastraba por el hall principal. Corrió al subsuelo, golpeó la puerta de Ceballos y juntos subieron a la sala de la Colección Mercedes Santamarina. No había llamas, solo vitrinas de acrílico derretidas por sopletes, marcos vacíos tirados por el piso y un silencio que llenaba la sala: dieciséis pinturas impresionistas y siete objetos de jade y porcelana Ming habían desaparecido.

El robo millonario al Museo Nacional de Bellas Artes
Edición del 31 de diciembre de 1980 de la revista Semanario

La estafa se centró en la donación de Mercedes Santamarina, legada al Estado en 1970. El inventario de lo sustraído era de lujo: 16 pinturas impresionistas de Paul Cézanne, Paul Gauguin, Pierre-Auguste Renoir, Henri Matisse, Edgar Degas y Camille Pissarro; 7 objetos orientales —jarrones, porcelanas y estatuillas de jade de la Dinastía Ming—; y algunas piezas más, como un boceto de Un episodio de la fiebre amarilla de Juan Manuel Blanes y una obra de Valentín Thibon de Libian.

A partir de ese momento empezó la verdadera búsqueda del tesoro, con todos los rumores dando vueltas —como siempre, medio exagerados y medio ciertos— que llegaban hasta las redacciones de los diarios: ¿una banda internacional? ¿un grupo amateur? ¿Fueron cuatro, cinco o diez personas? ¿Se disfrazaron de turistas y aprovecharon el día para planear todo? ¿Los empleados tuvieron algo que ver? ¿Las obras seguían en el país o ya habían salido?

La cacería de los inocentes

La respuesta oficial no fue buscar a los ladrones, sino intentar quebrar a los testigos de manera brutal e impune.

Automáticamente, la causa quedó en manos de la jueza Laura Damianovich de Cerredo, una figura vinculada a la persecución de militantes, la coordinación de operativos del Batallón 601 y con estrechos lazos con el aparato represivo, además de asidua de centros clandestinos como el "Pozo de Banfield". De acuerdo a testimonios posteriores, cada semana iba personalmente a tomar declaraciones, pero solo toleraba detenidos “ablandados”: si luego de las torturas no decían lo que ella esperaba, pedía “seguir trabajando” hasta que estuvieran lo suficientemente dóciles.

Bajo su mando, la investigación del museo se convirtió en una sesión de tortura sistemática. Eusebio Eguía y Anselmo Ceballos fueron llevados a la Comisaría 19: el sereno veterano recibió golpes y picana eléctrica bajo la sospecha de ser el “entregador”. La desesperación fue tal que Eguía intentó suicidarse cortándose las venas con el cierre de su pantalón.

El robo millonario del Museo Nacional de Bellas Artes
El Pozo de Banfield fue un centro clandestino de detención, tortura y exterminio (CCT) durante la dictadura militar
El robo millonario del Museo Nacional de Bellas Artes
Automotores Orletti fue un centro clandestino de detención, tortura y exterminio (CCDTyE) que operó entre mayo y noviembre

Samuel Paz Pearson, curador del museo y miembro de la élite porteña —con vínculos familiares con los Anchorena y Quintana y estrecha relación con la Asociación de Amigos del Museo, dirigida entonces por Nelly Arrieta de Blaquier— tampoco tuvo escapatoria. Fue secuestrado en plena calle en febrero de 1981 y sometido a torturas que lo dejaron dependiendo de un bastón de por vida. El fotógrafo Horacio Mosquera también pasó por la picana eléctrica, con interrogatorios que revelaban la verdadera naturaleza del robo: “¿Para qué militar trabajás?”

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Arrieta de Blaquier no fue interrogada por la Policía Federal, pese a su influencia total en la institución

Los empleados sangraban, mientras que la verdadera banda actuaba con impunidad. Aquellas investigaciones, documentadas años después en Golpe en el museo de Imanol Subiela Salvo, apuntaban a Magister Seguridad Integral, la misma empresa que había custodiado el museo meses antes y que resultaba propiedad del general retirado René Otto Paladino, exjefe de la SIDE. Entre sus filas estaba nada menos que Aníbal Gordon, líder de la Triple A y operativo de “Automotores Orletti”, con historial de secuestros, asesinatos y tráfico de armas durante la dictadura.

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Sin ninguna duda, el saqueo fue un negocio financiero, frío y calculado. Una de las hipótesis más sólidas sostiene que las obras fueron trasladadas a Taiwán para canjearlas por armas, eludiendo el embargo internacional que pesaba sobre la Junta Militar por sus violaciones a los derechos humanos —y así, terminó convertido en moneda de guerra.

El regreso mediático y el juez del espectáculo

El caso dormitó durante décadas hasta que a finales de los 90 apareció en Londres una mujer con peluca rubia y traje de leopardo —la misteriosa "Gabriella Williams"— intentando tasar el lote robado para un supuesto préstamo humanitario en África. Automáticamente, saltó la alarma internacional: las obras estaban en Taiwán, y de golpe todo volvió a escena.

Simultáneamente, entró en escena el juez Norberto Oyarbide, conocido por su estilo mediático y por manejar causas de alto perfil, incluido el escándalo vinculado a un prostíbulo y presunta protección de locales sexuales. Lideró la recuperación de tres obras que habían aparecido en una galería de París en 2001: El llamado de Gauguin, Recodo del camino de Cézanne y Retrato de mujer de Renoir. Ya en 2005, el propio Oyarbide las custodiaba en el vuelo de regreso.

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En 2005 se recuperaron tres piezas en París, vinculadas a un empresario taiwanés, pero el resto sigue perdido

Actualmente, esas tres pinturas cuelgan nuevamente en la planta baja del MNBA. Quien las observa no encontrará placas que hablen de la sidra de Eguía, del bastón de Samuel Paz o de las picanas en la Comisaría 19 —y quizá es mejor así, que ciertas historias queden en silencio. Las otras trece obras, entre ellas acuarelas de Degas y Rodin, siguen siendo fantasmas en algún rincón de Asia o en la colección privada de alguien que, hace 45 años, aprendió que en Argentina el arte también podía convertirse en moneda de guerra.

MV