De pronto le apareció un aliado a la Iglesia: Alberto Fernández se opone al darwinismo y se iguala con el Papa al expresarse contra el mérito y el esfuerzo, sincerando ambos que esas condiciones poco y nada tuvieron que ver con sus propios accesos a la cúpula del poder. Uno sabe cuál fue el servicio en un caso, se ignora en el eclesiástico. Para ambos, esfuerzo y mérito parecen defectos más que virtudes. Y, en el caso del argentino intrépido, en las últimas horas avanzó más en su teoría filosofal: en lugar de reconocer la evolución de las especies, aboga por la destrucción de su propia especie política. Dos ejemplos: Sergio Berni y Martín Guzmán, únicos funcionarios reconocidos ante la opinión pública, a quienes desde Olivos se dedicaron a matar en un caso y a dejar que lo mataran en el otro.
Nada aproximado a la teoría del hombre bueno de Rousseau que inspira a Francisco y a su socio argentino con la igualdad y el humanismo. O a la fantasía del hombre nuevo que predicaba Ernesto Guevara con un fusil, hoy encarnado en los alrededores del Gobierno por militantes cuarentones bien remunerados u oportunistas partidarios que bordean los 80 años, siempre listos para un cargo público. Ahora, ante el fracaso económico, este entorno habla de revolución, como si olvidaran que el peronismo de Perón dilapidó, actualizados, 200 mil millones de dólares apenas inició su gobierno (ahora el BCRA sufre porque debe tener unos módicos 3 o 4 mil de libre disponibilidad) y que la mayor semejanza de AF con el Che es que firman billetes sin respaldo, si es que esto es considerado revolucionario. No alcanza el parecido con portar boina, lanzar consignas universitarias y estar acompañado por quienes traicionaron al asmático argentino. A veces en la vida no solo hay que tener la pinta del morocho del Abasto, también hay que cantar como él. No es el caso.
Sea por el virus u otras aventuras, Fernández subió y bajó estrepitosamente, acompañado por volátiles personajes como Ginés González García. Se emparejan en la caída con los mínimos números de Cristina. El resto del copioso Gabinete no registra peso en la balanza, ni siquiera es conocido, solo satisface capillas partidarias.
Berni, un distinto en la marejada politica, reclutó adhesiones al margen del exhibicionismo y de su subordinación a la doctora. Ese sometimiento reflejó una interna: cierto desprecio por el jefe de Estado, ninguneo de sus instrucciones e insinuaciones despectivas de que el único apoyo que lo mantiene se refugia en la portería de un sindicato (acertó en parte: el Presidente ahora sale a los municipios, a las provincias, promete o lleva plata, hace federalismo personal para compensar su deteriorado prestigio). La disputa se aceleró con la rebeldía policial, para muchos cristinistas impulsada desde los alrededores del Gobierno vía los intendentes. Era contra Berni, Kicillof y, carambola, contra Cristina. Así lo viven en el Instituto Patria. Lo cierto fue que el responsable de la seguridad bonaerense empezó a derrumbarse, se insiste con su renuncia (a cambio de la partida, también, de su opositora ministra Frederic) y nadie imagina al Presidente socorriéndolo. Le gustaría más la marginación del polifacético médico-militar-abogado, no lo soporta ni en la sopa. Para colmo, se descolocó Berni al afirmar que no les habían concedido todos los pedidos a los policías en huelga. “Les dimos más aumentos de los reclamados” porque estamos en una reforma general. Enorme sentido del humor por parte de esa especie perforada por un Fernández.
Derrotado. El otro individuo de la especie en derrota, también diferente, ha sido Guzmán. Arreciaba la inclinación de observarlo como un futuro titán de la economía: había ganado peso con el acuerdo de bonistas y ascendió de mosca a pluma. Hasta le perdonaban que fuera keynesiano y, al revés de su mentor, aumentara los impuestos. Pero ante el terror por la faltante de dólares y a que procesaran a su amigo Pesce, el Presidente estableció un supercepo en oposición a lo que pensaba el ministro y destruyó la incipiente confianza que transmitía. Encima, después vino la “sarasa “ y la presentación de un presupuesto cuyo primer punto es la “inclusividad”. Quizás, en tiempos de pandemia y propagación nefasta del virus, podría haber optado por otra variante como tema número uno, sobre todo cuando ese concepto no debe aparecer en ningún presupuesto del mundo. También es cierto que el mundo no está tan avanzado como la Argentina o sus servidores públicos: se nota en las cotizaciones.
Cayó más la economía, la compra miniatura del dólar, los activos –hay empresas que ofrecen venderse por pagos simbólicos si el comprador se hace cargo del pasivo contingente de los trabajadores– y los índices inquietantes de la tasa de ocupación, que es peor a la brutal pérdida del empleo.
El Gobierno se lastimó dañando a Guzmán. Si hasta Cristina que lo distingue dicen que apeló a Axel Kicillof para que la asesore, le proponga ideas o proyectos, y con ese bagaje se acercó a Alberto para evaluar alternativas. O imponerlas. Pobre Kicillof, no puede con la Provincia y los intendentes –a punto de caramelo para nuevas crisis que solo se mitigarán con plata, como siempre– y además le exigen una labor extra fuera del horario de trabajo. Como se sabe, Guzmán –como Beliz–, tiene protección celestial por la debilidad del Papa por Stiglitz, mentor del anticapitalismo, obsesión de la Iglesia. Igual, el cable de salvación terrenal se lo tendió el FMI al decir que iniciaron las negociaciones por la reestructuración, merced a una gestión de Chodos, quien no para de comer. Es la inflación, sin duda.
Cuesta entender la forma en que, en apenas 15 días, la misma Casa Rosada anuló a sus dos miembros más consentidos por la sociedad, Berni y Guzmán. Masoquismo inesperado pero comprensible, producto de las ambiciones intestinas: en este mundo cruel, Alberto y su séquito hablan en público de humanismo, de felicidad, reinterpretan a la Iglesia y por supuesto objetan a Macri por haber desechado esos principios (que hasta figuran, como la felicidad, en la Constitución de EE.UU.). Nada más tonto: Macri fracasó en parte por dedicar tiempo a esos objetivos, casi de filosofía oriental, hasta regalaba videos con una investigación de Harvard sobre el pueblo más feliz del mundo. La universidad norteamericana sostuvo que se trata de Bután. Raro juicio: no se sabe de ningún argentino que piense en irse a esa tierra asiática, cerca del Himalaya. Ni Alberto Fernández.