Persisten dos misterios de la vicepresidenta que la pesquisa política no puede resolver. Por un lado, cuesta vaticinar si la relación entre Alberto Fernández y Cristina de Kirchner, ademas de responder a la conveniencia mutua, seguirá tensa, complicada, sostenible, dependiente. Y, por el otro, nadie alcanza a explicar la confianza y seguidismo que ella le dispensa a una figura emergente de la crisis, distinta y opuesta al círculo áulico del progresismo que suele acompañarla: Sergio Berni, sapo disimulado de otro pozo ideológico.
Una mayoría, por escándalo, ya opinó que Fernández es un brazo ortopédico de la dama y que, si ella quiere, lo desvanece en minutos. Hay quienes creen que hasta ya lo hizo por su naturaleza demoledora. Y uno puede limitarse a ese criterio si revisa el último acto conjunto en el que Cristina –aparte de su simpatía con Martín Guzmán– se mostró incómoda en el estrado, ofrecía el rostro de una directora de escuela dispuesta a reprimendas, incluyendo más mohínes de disgusto que gestos de simpatía con Alberto. Hasta semejaba el preanuncio de un divorcio. O, lo que es peor, la descripción de una convivencia intolerable en tiempos de cuarentena y a pesar de que el consorte político jura con la mano en el pecho que no propicia el albertismo.
Apenas 24 horas antes, ella estuvo instalada en Olivos, compartió un largo almuerzo con el Presidente y Fabiola, llevó a su debilidad femenina, la nieta, a que disfrutara del parque y pudiera conocer en forma presencial donde ella reinó unos años atrás. A su modo, allí fue feliz. Era otra persona ese día, afable, nostálgica, sin grandes reproches y hasta comprensiva con la tarea de su designado (y de la primera dama que lo acompaña).
Un enigma entonces esa ambivalencia, pero quienes insisten en su volátil personalidad recuerdan el festejo por el triunfo electoral de Néstor en la casa de Daniel Scioli, cuando la pareja asistió en el Abasto a una celebración típicamente menemista con los Pimpinela, el chaqueño Palavecino o el romántico Montaner, habitual elenco farandulero del anfitrión. Quizás ella hubiera esperado a Los Olimareños, la Sosa o Heredia. Desde esa alegre jornada nocturna, fue esa diferencia estética el punto de partida de un distanciamiento futuro contra el entonces vice: los de Santa Cruz no estaban en esa órbita del porteñaje.
Secreto. El mayor esfuerzo de investigación, sin embargo, se anida en un secreto más subalterno a descubrir: la fe que deposita Cristina en un logorreico Berni, quien encabeza encuestas en diversos niveles sociales y que, cuando hay tumultos y conflictos en los barrios populares, la gente quejosa no reclama por policías o gendarmes: piden “que venga Berni”.
Como a todo militar, le asignan una réplica peronista o, más soeces, le atribuyen una miniatura de Mussolini. Raro fenómeno que tal vez obedezca a cierta excentricidad del personaje –hombre que se arrojaba a la piscina en tiempos invernales–, enamorado de las cámaras (hasta se exhibe en sus ejercicios de calistenia, le falta el entrenamiento de karate), un convencido de que el oxígeno de las encuestas puede durar lo mismo que la llama de un fósforo. Aprovecha el momento. Hoy, sin embargo, está encendido, dicen que aspira a presidir el Partido Justicialista –en rigor, tiene una aspiración mayor– y le ha ganado en la porfía del Gobierno al arco garantista sobre la ocupación de tierras. Lo respaldaron varios intendentes, Cristina escuchó. Además, denunció sin taparse la nariz a los Grabois, Pérsico o Navarro (con quien mantuvo un áspero debate en los medios), jefes de grupos sociales generosamente preservados en la administración macrista por la ministra Stanley.
Ayer Berni se integró al lanzamiento de un nuevo plan de seguridad cuya autoría comparte y es obvio que la vice lo convirtió en un preferido, a pesar de que hombres de su servicio deberán probar inocencia en la muerte del joven Astudillo Castro. Por si fuera poco, le cambiaron la insolencia a la ministra Frederic, que les concedía más razón a los okupas que a los dueños de las tierras en protesta por las intrusiones, lo mismo que se obligó al propio Kicillof a ofrecer su corazón a la propiedad privada: juró que las usurpaciones son ilegales e injustas. Alguien le sopló al oído, más fuerte que los intendentes que lo desafiaron en público por su pasividad, mientras por primera vez un agradecido Berni se alegraba de trabajar para un gobernador astuto. Y una vicepresidenta que es su máxima referencia. De Alberto, como se sabe, lo respeta por el cargo que ocupa, y debe suponer que no puede constituir una fracción política ni con el grupo mediático que preside un gremialista. Palabras de él: no se sabe si habla por sí mismo o por boca de “otrxs”.
Anti piqueteros. Berni está en un grupo de riesgo, tuvo Covid, anda solo en moto, y es el primero del espectro oficial que se despachó contra un Grabois que de chico se alimentó con los honorarios que su padre cobraba de su repugnante menemismo (fue asesor en el Ministerio del Interior), un Guardia de Hierro que debe haber frecuentado a Bergoglio en esa secta de origen centroeuropeo. Hombre de confrontación, si fuera necesario. Parece que nunca fue necesario.
Al otro que dinamitó Berni fue a Pérsico, controvertido militante de antaño, que hace pocos años presumía por radio de no trabajar, y que vivía como un cafishio (tiene diez hijos) del salario de su mujer legisladora. Una joya del género masculino, se supone que ahora no padece esas estrecheces. Afortunadamente.
Y con Navarro, Berni debatió en público: será interesante cuando haya encuentro presencial de ambos. Para estos núcleos sociales, el ministro bonaerense “algo habrá hecho” para ganarse la confianza de Cristina, misterio que tampoco ellos alcanzan a resolver y al que le trasladan la misma cultura castrense de la década del 70.
Tanto Berni como su tutora no se inquietan por esas figuras de cartón social, más bien se preocupan por otra derivación de la crisis: droga, delito y violencia. No hay cuarentena ni ministro que alcance. Ni misterio que se resuelva.