La devastación causada en Europa por la Alemania nazi en el marco de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) ha resultado hasta hoy, muy difícil de calibrar. Con decir que la cifra de muertos, entre militares y civiles, alcanzó casi los cincuenta millones, la mitad de los cuales, aproximadamente, pertenecían a la Unión Soviética, quien llevó adelante una lucha sin cuartel contra las tropas de Hitler, tras la apertura del Frente oriental en junio de 1941 y hasta la caída de Berlín, en mayo del ’45.
Ya desde 1943, las cuatros principales potencias aliadas (EE.UU., URSS, Reino Unido, Francia), venían conversando acerca del día después de la caída del Tercer Reich. Luego de largas y complejas negociaciones (que incluyeron propuestas de juicios sumarísimos, fusilamientos masivos de dirigentes responsables, etc.), se acordó celebrar un juicio oral y público, en el cual se ponga en el banquillo de los acusados a representantes de todos los ámbitos gubernamentales y militares de la Alemania nazi, en tanto responsables de haber conducido a Europa a la catástrofe bélica, frente a un tribunal conformado por jueces (algunos civiles, otros militares), uno por cada una de las cuatro potencias vencedoras.
Este juicio dio comienzo el 20 de noviembre de 1945 (apenas seis meses después de la rendición de Alemania), y se eligió la sede de los tribunales de la ciudad de Nüremberg, en el oeste de Alemania, básicamente por dos razones: la primera, era que como dicho tribunal estaba en las afueras de la ciudad, había quedado prácticamente intacto tras los bombardeos aliados, y además contaba con un presidio adyacente; la segunda, que al menos hasta el inicio de la guerra, era en esa ciudad donde los nazis se daban cita anual para conmemorar y celebrar los fastos del partido nacionalsocialista, así como rendirle tributo y devoción al Führer, que invariablemente daba allí sus discursos. De modo que la elección del lugar tenía también una potente carga simbólica.
Igualmente simbólica fue la selección de los acusados para el juicio. Los había de gran relevancia (como Hermann Göring, segundo al mando del régimen; los miembros del Estado Mayor del ejército, Wilhelm Keitel y Alfred Jodl; el principal ideólogo del nazismo, Alfred Rosenberg; el sucesor de Heydrich como segundo al mando de las SS, Ernst Kaltenbrunner; y el gobernador de Polonia, Hans Frank), junto con otros de segundo o tercer orden, miembros del gabinete de Hitler, gobernadores de territorios ocupados, responsables de propaganda nazi y jerarcas del partido nacionalsocialista. En total, fueron veintiún acusados los que se iban a sentar frente al tribunal en aquel juicio.
Como se sabe, en el verano de 1945, en la conferencia de Londres, los aliados se pusieron de acuerdo sobre los cargos que iban a ser materia de acusación: en primer lugar, por crímenes contra la paz, considerados la “esencia” de la denuncia, y el principal móvil que guiaba a los vencedores a llevar adelante el juicio ante el mundo entero. Comprobado este cargo, los aliados se verían relevados de toda responsabilidad por sus propios actos de guerra, ya que habrían actuado en respuesta a una agresión incalificable e ilegítima de parte de la Alemania nazi, a la que no tuvieron más que responder con ímpetu, determinación y un altísimo coste en vidas.
Nüremberg lega el concepto de que el delito de lesa humanidad trasciende fronteras y culturas
El segundo cargo, impulsado especialmente por soviéticos y franceses, eran los crímenes de guerra, que ya estaban reconocidos previamente en la comunidad internacional como perfectamente punibles, a través de la Convención de Ginebra y otras cartas y acuerdos multilaterales: homicidios, malos tratos o deportación de población civil, empleo de mano de obra esclava, graves afectaciones a prisioneros de guerra, ejecución de rehenes, saqueos, devastaciones no justificadas.
Y por último, para captar también las políticas discriminatorias y racistas no necesariamente vinculadas con la guerra (en especial, contra los judíos europeos), los crímenes contra la humanidad, que abarcaban entre otras atrocidades, la definición, concentración, deportación y exterminio de poblaciones civiles, antes o después de la guerra, y la persecución por razones políticas, raciales o religiosas, independientemente de lo que establezca el derecho interno del país en el que se cometieron.
En lo que a este trabajo interesa, habremos de rastrear las implicancias que hubo durante el juicio respecto de este último cargo. El juicio finalizó el 1 de octubre de 1946. Del total de acusados, quince de ellos fueron condenados, además de por crímenes contra la paz y/o de guerra, por delitos contra la humanidad: once de ellos a pena de muerte, uno a cadena perpetua y los tres restantes a penas de entre 15 y 20 años de prisión.
Considerando que tres acusados fueron absueltos, solo tres del total de condenados lograron eludir este cargo: Rudolf Hess (que quedó al margen de la guerra al quedar prisionero en Inglaterra en 1941), y los altos cargos de la Marina, Erich Raeder y Karl Dönitz. Todos los demás condenados lo fueron por crímenes de lesa humanidad, como parte de los cargos que les fueron impuestos.
En definitiva, lo que el juicio de Nüremberg puso en primer plano, fue la responsabilidad de la Alemania nazi en conducir a Europa a una guerra devastadora –ya de por sí crimen contra la paz–, en cuyo fragor cometió innumerables excesos y abusos, calificados como crímenes de guerra.
En un segundo plano, quedaron los delitos contra la humanidad, que sirvieron a los fiscales como una acusación subsidiaria, para empujar a los jueces a convencerse, en más de un caso, a imponer la pena capital.
Pero ni los actores del juicio, ni Europa, ni el mundo, estaban preparados aún, tan tempranamente como en 1946, en un continente en ruinas, y con millones de desplazados por el conflicto bélico que acababa de terminar, para mirar de frente todo el horror de las atrocidades cometidas por los nazis y sus aliados, especialmente en Europa oriental, y particularmente con los fusilamientos masivos y el gaseamiento de millones de judíos europeos en el contexto del Holocausto, en campos de exterminio, como el de Auschwitz-Birkenau.
Entonces, ¿por qué es importante lo sucedido en el juicio de Nüremberg para los procesos de juicio y castigo en la Argentina por los crímenes cometidos durante la era del terrorismo de Estado?
En los crímenes contra la dignidad humana no se puede alegar el paso del tiempo para impedir que sigan los juicios
En primer lugar, por la definición que allí se formuló respecto de los delitos contra la humanidad, como crímenes que trascienden las fronteras, que atentan contra los valores y principios más elementales de la condición humana, compartidos por todos los pueblos civilizados del planeta, que nos identifican como miembros de la especie humana, más allá de las latitudes, las etnias y las culturas a las que pertenezcamos.
Cuando se cometen este tipo de crímenes, básicamente contra la vida, contra la libertad, contra la dignidad humana, de forma masiva y sistemática, desde Estados autoritarios y dictaduras, tales afectaciones trascienden las fronteras del territorio donde los crímenes tienen lugar, pues ofenden a la humanidad en su conjunto, que es la que, en definitiva, reclama Justicia.
Este concepto va a generar una consecuencia ineludible: frente a crímenes de lesa humanidad, no hay fronteras que valgan para su juzgamiento y castigo. No pueden oponerse obstáculos formales o materiales. No sirven los procesos fictos, fraguados o simulados. No hay espacio para amnistías, indultos o perdones. Ni puede alegarse el paso del tiempo para impedir la prosecución de los juicios hasta las últimas consecuencias.
Nüremberg también ha sido importante, porque fue allí, por primera vez, cuando se reconoció el derecho de gentes o ius gentium como fuente formal para fundamentar el castigo de atrocidades que atentan contra la humanidad toda. El principio que emana de Nüremberg, precisamente respecto de la formulación de los crímenes de lesa humanidad, es que por más que los mismos no estuvieran previamente tipificados como tales, desde un punto de vista formal, ello resulta irrelevante desde la perspectiva de la legalidad, tanto del juicio como de las condenas, ya que su prohibición proviene del fondo de los tiempos y es compartida desde siempre por todos los pueblos que integran la comunidad de naciones, forma parte de la costumbre internacional que, en el caso del juicio de Nüremberg, constituyó la fuente formal que dio fundamento para la acusación y la condena por tal delito.
Estas cuestiones capitales, cuando llegó el momento, unas décadas después, fueron recogidas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el famoso precedente “Barrios Altos”, de Perú, de 2001, en el cual se reiteró la consigna central que emana de Nüremberg: frente a crímenes de lesa humanidad, es obligación de todos los Estados que pretenden pertenecer a la comunidad civilizada de naciones, el remover todos los obstáculos, sean jurídicos, sean materiales, para proveer Verdad, Justicia y Reparación a las víctimas.
Además, que un Estado haya o no ratificado los tratados internacionales de Derechos Humanos de forma previa a la comisión de los crímenes de lesa humanidad que pudieron haberse cometido en su territorio, resulta indiferente, puesto que su reconocimiento a través de estas cartas universales o regionales no es más que la cristalización en el papel de lo que de antaño ya está consagrado en la conciencia de las naciones. De modo que la ratificación tardía no puede ser óbice para garantizar el cumplimiento de sus consignas. Todo ello ha sido especialmente relevante en nuestra región en materia de prescripción de la acción penal.
A su vez, esta misma jurisprudencia fue la piedra fundamental sobre la que se erigió el fallo “Simón” de nuestra Corte Suprema de Justicia de la Nación, en 2005, y que permitió despejar el argumento del paso del tiempo como óbice para la reapertura de las investigaciones judiciales, tras la vigencia de las leyes de obediencia debida y punto final.
En efecto, fue gracias a los precedentes señalados que la Justicia argentina habilitó la reapertura de los procesos de lesa humanidad, que contabilizan a la fecha unos mil represores condenados en todo el país.
De este modo, la importancia del juicio de Nüremberg para los procesos de Verdad y Justicia en nuestro país resulta innegable, ya que la esencia de lo que allí se decidió, en términos de si juzgar y de porqué juzgar fue recogido primero a nivel regional, en “Barrios Altos”, y desde allí, en forma directa, en “Simón”.
Pero creo que es necesario enfatizar que el camino correcto emprendido por la Corte renovada a partir de 2003, durante la presidencia de Néstor Kirchner, no era el único posible. Otros máximos tribunales de justicia de la región, como los de Uruguay o Brasil, pese a la estridencia del mensaje universal y regional canalizado a través de estos fallos citados, han vuelto el rostro y negado esta doctrina, haciendo lugar de este modo a las exigencias de las corporaciones militares de sus países y rechazando los legítimos reclamos de las víctimas.
Así, han dicho (y lo siguen diciendo hasta la actualidad), impávidamente, que los secuestros, las torturas y los asesinatos alevosos cometidos durante las etapas dictatoriales de sendos países, simplemente, están prescriptos por el paso del tiempo, coronando de este modo con el triunfo a las políticas de olvido e impunidad desplegadas desde distintos factores de poder durante las décadas previas.
Las resultas han sido previsibles y fríamente asumidas de antemano, ya que eran inexorables: ambos países fueron condenados por la Corte Interamericana de Derechos Humanos por no responder al llamado de la comunidad internacional.
En cambio, en nuestro país, en el contexto de una política de Estado que sigue vigente, se vienen cumpliendo con alto nivel de satisfacción y compromiso las premisas establecidas en esta tradición de jurisprudencia internacional.
A setenta y cinco años de su inicio, el mensaje de Nüremberg, entre nosotros, sigue más vigente que nunca, y nos obliga a redoblar los esfuerzos para proveer Verdad, Justicia y Reparación moral y material a todas las víctimas. Es la única manera de asegurar la garantía de no repetición que late como un anhelo incesante desde 1945.
*Juez federal y candidato a Procurador General. Este texto se publicó originalmente en Haroldo, Revista del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti.