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consecuencias

Kleist y Rothbard

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Ya no puedo precisar si alguna vez mencioné en estas columnas semanales a Heinrich Von Kleist, uno de los máximos exponentes –y una de las grandes víctimas– del romanticismo alemán. Kleist se suicidó al borde del lago Wannsee, junto a una mujer, después de pretender que quitaría la corona de laureles inmateriales que ceñía las sienes gloriosas de Goethe. Bien. Quiero decir, mal. Pero antes de morir, Kleist escribió, entre otros textos, una obra de teatro extraordinaria, Penthesilea, y, uno de mis libros favoritos, Michael Kohlhaas, novela que magistralmente muestra cómo la convicción acerca de la existencia de un ideal y un orden absolutos que deben ser restituidos en el mundo, conduce al caos y la desgracia.

El argumento es sencillo. Un pequeño comerciante de caballos, Michael Kohlhaas, quiere ir de un feudo a otro (o de un burgo a otro) para vender unos caballos de raza. En algún momento se enfrenta a una barrera y a unos soldados que cobran el derecho a paso en nombre de su señor. Kohlhaas no conocía la existencia de esa exacción y no tiene dinero para pagar el tributo. Debe dejar entonces a sus animales de seña, regresar a su hogar y buscar lo adeudado. Al volver al punto de detención, ya con el dinero, comprueba que sus caballos han sido usados para labranza, están flacos y descuidados: son invendibles en ese estado. Los soldados se burlan de él y pretenden entregarle esos matungos. Kohlhaas se rebela contra la injusticia y arma un sangriento levantamiento que involucra a toda Alemania. Finalmente, obtiene la restitución de sus caballos al estado anterior, con costas a cargo del señor feudal que se los retenía. A cambio, la Justicia castiga su insurrección quitándole la vida.

Hay en esta novela una doble operación fantástica: cómo un acontecimiento minúsculo genera una catástrofe mayor, sin beneficio alguno para nadie. Porque Kohlhaas muere y no podrá vender sus caballos, y sus caballos (cosa en la que el autor no se detiene, deja la lección a nuestro cargo) ya no volverán a ser los mismos, por muy alimentados que hubiesen sido: el tiempo pasó, y lo único que queda es desolación y muerte. ¿Tendrá todo esto algo que ver con la política de nuestros anarco-capitalistas, que en beneficio de un salvaje idealismo postulan la muerte ajena como una consecuencia no buscada, pero admisible?

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