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desobediencia civil

La dulce infamia de nuestra democracia

Un sistema democrático no es un todo que se posee, es una práctica que se ejerce y se comparte, que asegura la controversia pública y el derecho de las minorías.

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Momentos. Del golpe del 30 al del 76, pasando por la inclusión popular cargada de adulonería grotestca. | cedoc

El mundo de ayer. Hoy son tiempos de pandemia, en los que la libertad vale menos que el poder. A la agresividad del virus no se la combate con las mismas armas que a un enemigo político, ni provoca una crisis similar a otras que ha conocido la historia.

La crisis del 29 del siglo pasado fue mundial. Arrasó no solo con las economías de todo el planeta sino que hizo tabla rasa con los valores que sostenían un proceso histórico iniciado el siglo anterior.

Orden y progreso, sistema republicano e imperios coloniales, librecambio y democracia representativa, estos mojones se derrumbaron con la Primera Guerra Mundial y el crack bursátil.

Fue un cataclismo que uno de los principales filósofos de la época signó como “decadencia de Occidente”, que ponía en peligro la supremacía de la raza blanca, como volvía a advertirlo Oswald Spengler en su posterior ensayo, Los años decisivos. 

La desconfianza en los mecanismos del mercado incitó a buscar nuevas formas de regulación de la economía y la deblacle en vidas de la guerra mostraba que la llamada civilización producía una barbarie jamás vista.

El mercado y el sistema parlamentario se mostraban como mecanismos inútiles ante la devastación económica, cultural y política de aquellos años. Su buscaron otras soluciones, y fue un clamoroso pedido global el que se encontraran formas alternativas de gobernabilidad que posibilitaran la recuperación económica y encauzaran la anomia política de masas de hombres sin trabajo que en las calles pedían soluciones y exigían que los responsables pagaran por sus culpas.

La década del 30 fue el escenario de un nuevo proceso histórico en los que los Estados tomaron las riendas de la política y se fortalecieron mediante un sistema de tipo piramidal, con un jefe en la cima y un andamiaje burocrático bien descripto por Hannah Arendt en sus estudios sobre el totalitarismo.

Las economías se cerraron y los gobiernos impusieron un programa de rearme que movilizó las fuerzas productivas. El dominio de los mares por el imperio británico llega a su límite, retrocede, se protege a sí mismo mediante nuevos acuerdos, como el de Otawa, firmados por los miembros del Commonwealth.

El fascismo de Mussolini, el Estado Nuevo de Zalazar, el régimen de Stalin, el Tercer Reich, el Escorial de Franco, el New Deal de Roosevelt, confirmaban que el Estado se disponía a sustituir esa mano invisible de la que hablaba Adam Smith. Por otra parte, el liberalismo y su prédica de que la democracia comienza por los derechos individuales y la conciencia de cada uno, que supone la limitación en la interferencia del Estado en la vida ciudadana, deja su lugar al poder de las masas movilizadas por una gigantomaquia escénica educada con los nuevos medios de comunicación masiva como la radio y el cine.

Esta época en nuestro país es la que se denominó Década Infame, infame cuatro veces, por el golpe militar, por el fraude llamado patriótico, por la entrega de la soberanía y por la corrupción. ¿Qué antónimo podemos confrontar con infame? Famoso, lo que tiene fama, a lo que no tiene nombre se le opone lo que abunda en nombre. Y esa década argentina es la de la Historia universal de la infamia, uno de los primeros textos de Borges cuando comienza a ser Borges, de Roberto Arlt, de Martínez Estrada, de Alberto Gerchunoff, de Horacio Quiroga, de Scalabrini Ortiz, de Juan L. Ortiz, de Alfonsina Storni, de Berni, de Spilimbergo, de Pettoruti, de Xul Solar, de Anatole Saderman, de Annemarie Heinrich, de Horacio Coppola, de arquitectos como Bustillo, Salamone y Prebisch, del cine de Manuel Romero, de Sandrini, Gardel, Libertad Lamarque, Victoria y los Tuñón, Tita Merello, Mercedes Simone y de tantos inmortales. Una década infame que permite apreciar a todos aquellos que aún creen que solo desde la política se pueden hacer cosas, que lo que perdura, lo que vale, en donde podemos mirarnos para sentirnos acompañados, es en lo aparentemente inútil y gratuito, lo que permanece en el mentado largo plazo de la inactualidad.  

¿A quién le importa la democracia en la Argentina? Ni se sabe qué significado tiene la palabra. Unos dicen “república” otros “justicia social”, el hecho es que basta con revisar nuestra historia para confirmar que no tenemos tradición democrática

Fue una sociedad política de una mediocridad apabullante, lo único que se le ocurrió inventar es el fraude para sostener un orden conservador socio de un imperio en retirada, desaprovechando el talento del único equipo ministerial de economía bajo el cual se industrializó al país entre 1935 y 1943, como ningún otro lo hizo hasta el primer gobierno de Perón y el de Frondizi. 

Mediocridad política tangente a una sociedad civil de una creatividad y una audacia fuera de lo común. ¿Hablo del arte? ¿Suena elitista? Que me perdonen las musas, pero el arte no es solo tocar el arpa sino componer símbolos que transforman el mundo. 

Terminada la mentada “infamia”, ¿qué vino después? ¿La democracia?

¿Cuándo hubo democracia en la Argentina? ¿Acaso comenzó con la integración de masas de trabajadores a la argentinidad de la que estaban excluidas como lo hizo Perón desde el 46? ¿Es eso la democracia? ¿Persecución política, afiliación obligatoria, adulonería grotesca, torturas a opositores, silenciamiento de la prensa opositora? ¿Acaso define a una democracia lo que se denominó con un nuevo vocabulario como “inclusión social”?

El de hoy.  ¿A quién le importa la democracia en la Argentina? Ni se sabe qué significado tiene la palabra. Unos dicen “república” otros “justicia social”, el hecho es que basta con revisar nuestra historia para confirmar que no tenemos tradición democrática. 

Democracia significa que el poder no es un todo que se posee, sino una práctica que se ejerce, se disputa, se comparte y se divide. Que la controversia pública y el derecho de las minorías están asegurados. Esa es la base, después discutimos el resto. No hay que ser marxista para darse cuenta de que en el capitalismo los poderes concentrados en manos de gigantescas corporaciones económicas y financieras imponen conductas y determinan políticas. Pero tienen que pagar un costo, todo depende de la fortaleza de los Estados y de la solidez y el grado de autonomía relativa de sus instituciones. El único ejemplo que a muchos se les ocurre es el de Rusia y el de China, porque ni Xi Jinping ni Putin son títeres de Gazprom y del ICBC. Lindo ejemplo para los antiimperialistas de salón. 

Lo cierto es que no hay poder sin resistencia ni sistema que no sea poroso, salvo en el terror, y aun en esos casos la dominación no es absoluta.

Pero no hace falta ser tan abstracto. La ley Sáenz Peña se promulgó en 1912. De 1916 a 1930 hubo doce años en que votaron los ciudadanos varones mayores de edad. Pero el ensayo democrático no evitó ni la violencia criminal de parte del Estado ni intervenciones en las provincias opositoras.

Luego los militares intervienen en los procesos políticos prácticamente sin pausa hasta 1973. Procesos políticos fraudulentos, proscripciones, censura, persecución, torturas, nada estuvo ausente, con o sin apoyo popular. 

Del 73 al 76 una guerra civil que culmina en el golpe del 76. Hasta el 84 el terrorismo de Estado con un sadismo como nunca se había visto en nuestro país. Dos o tres años de civilidad hasta que en 1987 vuelve a intervenir el Ejército. 

Fue Carlos Menem quien, quizás en el único gesto político por el que puede pasar a la historia, descabeza un levantamiento comandado por Seineldín y pone un freno a la serie de golpes militares.

Desde ese momento vivimos en democracia, aun sin saber qué es ni si nos importa. Por supuesto que demócratas somos todos, mejor dicho, cínicos somos todos. Bueno, no todos, en mi experiencia personal, conocí a tres políticos de envergadura que tenían instinto democrático: Arturo Frondizi –a quien entrevisté–, Raúl Alfonsín –a quien aclamé– y Hermes Binner –a quien acompañé–. 

No porque hablaran de la importancia de la democracia, de su importancia hablamos todos, sino porque les importaba más la libertad que el poder. Y abundan los políticos que la libertad solo les importa si se hacen dueños del poder. Después intentan suprimirla.

No es difícil hacerlo. Basta decir que el derecho y la ley la imponen los que mandan, que lo que importa es quién tiene el dinero y las armas. Lo sostenía el Almirante Cero en el juicio a las juntas para impugnar las acusaciones de violación de los derechos humanos, y se repite hoy con la nueva arma de desprestigio del derecho llamado lawfare

La democracia es una rareza histórica. Nuestro país, desde 1880 en adelante, tuvo oportunidades para organizar un régimen democrático aceptable. No lo hizo. Por eso tenemos la democracia que tenemos, fallida pero real.

Finalmente, el argumento no es novedad, está amortizado desde que Trasímaco, hace 2.500 años, atacaba a la democracia ateniense en nombre de la única ley que vale: la que impone el más fuerte. 

El otro argumento contra la democracia pensada en términos de derechos y libertades es la existencia de una enorme población que vive en la pobreza, en la miseria, sin trabajo, fuera del sistema salarial como cuentapropistas o en la informalidad, pero no es un defecto de la democracia sino de la cleptocracia, de la ineficiencia y de las oligarquías, ya sean dueñas de la tierra o encaramadas en el Estado.

Las democracias apreciadas por sus ciudadanos pertenecieron a países imperiales como Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Holanda, Bélgica, algunas excepciones como Canadá, Australia y Nueva Zelanda, las favoritas del Commonwealth, y naciones de pequeñas poblaciones con una fuerte identidad étnica, como en los países nórdicos. Además de Uruguay.

La democracia es una rareza histórica. Nuestro país, desde 1880 en adelante, tuvo oportunidades para organizar un régimen democrático aceptable. No lo hizo. Por eso tenemos la democracia que tenemos, fallida pero real.

Bueno sería que los argentinos nos demos cuenta de cuánto nos gusta nuestra democracia así tal cual es. La gozamos como el que más. Podemos hablar de lo que se nos ocurre, ser opinólogos virales, decir que Clarín miente y leerlo igual, que vivimos bajo una infectadura y viajar a Miami, decir que lloverán inversiones y si no cae una gota guardar el paraguas y sacar la cacerola, comprar medios y bajar línea con la plata de los porteros, bombardear con tuits a María Santísima, vacunar amigos y reconocer que el único error fue revelarlo, pedir distancia social y organizar una manifestación de millones de personas encimadas por la muerte de un deportista, cortar el tránsito cuantas veces queremos, decir que no hay quien vacune como Putin y después esperar la segunda ola sin Sputnik ni vodka, que los patrones de medios de comunicación silencien a periodistas críticos del gobierno para hacer negocios con el susodicho gobierno, hacer zapping entre C5N y LN+ para despanzurrarnos de risa, hablar de la república mientras nos besamos con Trump, pedir prestado al FMI para endeudar al pobre y enriquecer al rico, ser feministas con mucamas impagas, decir solidario y vulnerable por la tele, estar muy pero muy indignados por lo que hacen otros… No debe haber pueblo en el mundo que disfrute tanto de su democracia como el pueblo argentino. Hacemos lo que queremos, cuando queremos y como queremos. Los que piden desobediencia civil se equivocaron de país, es nuestra especialidad.

Dios conserve a nuestra democracia con su dulce infamia. Parece que lo hará, porque dicen que es argentino, como su vicario.

 

*Filósofo. www.tomasabraham.com.ar