Atacamos, nos defendemos y negociamos en todas las esferas de la vida: en las relaciones de pareja, cuando intercambiamos bienes, ocupamos territorios o hacemos política. Para negociar, oscilamos entre dos actitudes elementales: la suave, que busca soluciones prácticas, intenta no ahondar conflictos, hace concesiones para conseguir acuerdos, y la dura, que siente la negociación como un duelo épico de principios en el que hay que ganarle al otro, usar la fuerza, asustar e imponer la voluntad. En la política prevalece esta actitud.
Las ciencias humanas han estudiado el tema, han encontrado constantes y generado conocimientos que ayudan a actuar de manera racional y obtener mejores resultados.
Guerra. Nosotros lo experimentamos cuando trabajamos para lograr una paz definitiva entre Perú y Ecuador. Cuando Jamil Mahuad fue elegido presidente tenía la paz como una de sus principales metas, y me propuso la Secretaría General del Gobierno para que ayudara en esta tarea.
El conflicto limítrofe duró 170 años. Provocó muchas muertes, un gasto inútil de recursos, emponzoñó a la mayoría de la gente de ambos países, implantó caricaturas grotescas de sus adversarios. En todos los niveles estudiábamos materias para defender la posición ecuatoriana. Se decía que los peruanos descendían de Caín, los ecuatorianos de Abel, y nuestro destino era combatirlos. Esto me sonaba tonto porque desde mis primeros años conocí a peruanos que eran magníficas personas y aprendí a amar al Perú. Ecuador argumentaba que las cédulas reales españolas respaldaban sus derechos sobre el Amazonas; Perú, que los países latinoamericanos se delimitaron en base al Uti possidetis iuris de 1810 y por tanto su soberanía se extendía hasta donde habían sido navegables sus afluentes. Los territorios en disputa equivalían a la mitad de la superficie de Ecuador y habían permanecido en manos peruanas desde la colonia.
Mahuad era un político con una formación intelectual sofisticada, graduado en Harvard, acostumbrado a usar investigaciones y elaborar estrategias. Formó un equipo de alto nivel al que invitó a Roger Fisher, director del Programa de Negociación de Harvard, autor del libro Sí, ¡de acuerdo! Cómo negociar sin ceder, que es una lectura muy útil para conseguir el éxito en cualquier negociación.
El método trata de conseguir acuerdos satisfactorios y permanentes en los que las partes cedan lo menos posible. Actualmente, sobre todo en asuntos políticos e internacionales, la gente no acepta fácilmente las decisiones de los gobernantes, y es indispensable explicar y comunicar. Fisher plantea que no conviene negociar regateando a partir de principios abstractos, amenazas y agresiones, luchando en contra de las caricaturas que fabrican mutuamente los contendientes. Es mejor centrar la discusión en asuntos objetivos, siendo firmes cuando argumentamos sobre lo concreto y evitando choques personales. Aconseja eludir los viejos trucos y poses que servían para parecer más “vivos” y amenazantes, y ser fríos buscando empatizar con los interlocutores.
Negociación e irracionalidad. El plan de negociación debe tener una estrategia que aclare cuál es su objetivo: llegar a un acuerdo con los interlocutores o hacer espectáculo marquetinero. Si en realidad se quiere acordar, hay que inventar un abanico de posibilidades con opciones de mutuo beneficio.
Antes era suficiente un discurso inflamado para movilizar a los creyentes, pero la gente se volvió compleja, es bueno pensar y estudiar antes de actuar. En la negociación se debe partir de que los otros no son amigos ni enemigos, sino personas que piensan distinto, con las que se puede solucionar un problema para mutuo beneficio. Tengan la función que tengan, son seres humanos con convicciones, supersticiones, visiones del mundo, sentimientos. Conocerlos y comprenderlos es el primer paso para dialogar.
Valorábamos mucho los textos de Fisher, pero la guerra siempre es irracional y la realidad no funciona tal como dicen los textos. Cuando en agosto de 1998 se realizaba la ceremonia de asunción del mando, llegaron informes alarmantes del frente de guerra: morían más soldados y parecía que la flota peruana avanzaría hacia el golfo de Guayaquil. Fuimos al despacho presidencial y Mahuad habló con los presidentes de los países garantes de la paz.
Carlos Menem, hombre inteligente y con un excepcional sentido común, propuso tener el siguiente sábado una reunión con el mandatario peruano, Alberto Fujimori, en Asunción, adonde todos los presidentes iban a concurrir al juramento del nuevo presidente paraguayo. Menem se ofreció para invitar a Fujimori a un café en su suite del hotel Guaraní, y provocar un encuentro “accidental” con Mahuad para dar un paso hacia la paz. Era urgente detener el conflicto. Tras una serie de consultas con otros países, políticos y oficiales ecuatorianos, volamos a Asunción.
Cuando Menem y Mahuad recién se presentaban, golpeó la puerta Alberto Fujimori acompañado de su canciller. El ambiente se puso tenso. Una reunión improvisada entre mandatarios de dos países en guerra es difícil, y se complicó más cuando, casi de inmediato, Menem se ausentó de la reunión.
Después de un silencio que pareció eterno, Mahuad le propuso a Fujimori empezar el diálogo invirtiendo los papeles, con Fujimori argumentando como si fuese ecuatoriano y él mismo como si fuese peruano. Dijo que sabía que ambos presidentes querían la paz y que con este ejercicio podrían comprender mejor las razones del otro. Fue una aplicación brillante del método de Harvard que ayudó a conseguir un primer acuerdo para que las tropas de los dos países se separaran lo suficiente para que no pudieran intercambiar fuego. La meta era llegar a un acuerdo final de paz, y para eso había que comprender y lograr toda la empatía posible con la otra parte.
Utilidad. La estrategia señala hacer lo que es útil y no lo que inflama pasiones. No habríamos avanzado si de vuelta al Ecuador hubiésemos publicado un documento vibrante, firmado por personalidades que apoyaban la posición ecuatoriana. Eso solo habría afectado la relación con el gobierno del Perú, que era con quien negociábamos, y no habría impactado en el concierto internacional.
El gusto por la violencia de nuestros antepasados simios habita en el fondo de nuestro cerebro y aflora en ocasiones. Hoy esos comportamientos se producen en menor medida y son vistos como salvajes. Cada vez se impone más el respeto por las diferencias y se defiende la inclusión.
Las crisis nos ponen en contacto con la realidad. Los ecuatorianos creían que su posición tenía el apoyo de una comunidad internacional que estaba conmovida por el conflicto. No sabían que los medios de comunicación importantes casi nunca publican noticias sobre los países latinoamericanos. Para ellos cualquier incidente en Gaza o en Estonia es más importante que un debate presidencial en México o Brasil. En las campañas presidenciales norteamericanas nunca se menciona siquiera a nuestros países.
Lo más complicado para el logro de la paz era que los ecuatorianos aceptaran un tratado con el que no se recuperaba ni un metro cuadrado de los territorios en disputa y que el Congreso Nacional lo aprobara por unanimidad. La mayoría de la población rechazaba la paz si no se conseguía recuperar algún territorio. El Partido Social Cristiano, el más grande del país, mantenía la tesis de la herida abierta: Ecuador debía ser como Israel, fortalecerse económicamente, armarse y derrotar a Perú. Actualmente esos argumentos suenan ridículos, pero en ese entonces la mayoría pensaba de ese modo.
Nacionalismo y patriotismo. Si queríamos que se aprobara el tratado de paz carecía de sentido polemizar con los nacionalistas que habrían inflamado un ambiente complejo. Los temores de algunos dirigentes a una reacción “patriótica” de la población nos obligaron a incorporar en el acuerdo del Congreso la posibilidad de convocar a un plebiscito si estallaba una protesta general. Sabíamos que no sería así: teníamos mucha investigación cuantitativa y cualitativa que nos aseguraba que la población era más sensata que los dirigentes.
El gusto por la violencia de nuestros antepasados simios habita en el fondo de nuestro cerebro y aflora en ocasiones. En deportes como la lucha libre, el box, el fútbol, las barras transforman a padres de familia amantes en energúmenos que gritan, no oyen razones y se trenzan en peleas físicas sin sentido. No ocurre lo mismo con el tenis o el ajedrez, deportes en los que los enfrentamientos sangrientos son raros.
Steve Pinker, en su libro Los ángeles que llevamos dentro. El declive de la violencia y sus implicaciones, encuentra que la violencia tiende a ser cada vez menos frecuente. Hace algunos años las familias iban entusiasmadas a ver cómo las autoridades quemaban vivas a algunas mujeres acusadas de brujería. Algunos relatan con orgullo cómo las tropas de los “buenos” masacraban a poblaciones enteras, fusilaban a los contrarios, arrebataban por la fuerza el control de las urnas.
Hoy esos comportamientos se producen en menor medida y son vistos como salvajes. Cada vez se impone más el respeto por las diferencias y se defiende la inclusión. Vamos a una sociedad en la que los caprichos de falsos profetas, que a veces se creen además médicos, dejarán de matar a tanta gente. Es un largo camino en el que los violentos pierden paulatinamente terreno.
*Profesor de la GWU. Miembro del Club Político Argentino.